martes, 14 de septiembre de 2010

Cicatrices - Juan José Saer (fragmento)

En el hecho mismo de saber que nacemos y morimos estamos ya soportando con esa conciencia el misterio central del universo.
Juan José Saer


[...]
Ahora que tiró el cigarro no hace más nada. Está ahí parado, inmóvil, con el taco en la mano. Mira cómo sacudo mi taco, lentamente, apuntando. No parece ver. Ha de estar pensando en otra cosa, seguro. Vaya a saber en qué está pensando. Lo más probable es que esté pensando en un par de tetas, porque es uno de esos tipos que todo lo que tienen en el cerebro lo tienen atrás, contra la nuca, aplastado por un par de tetas grandes que ocupan el ochenta por ciento o más del volumen del cerebro. Hay tipos que incluso no tienen más que el par de tetas dentro de la cabeza. El par de tetas y después más nada. Hay tipos a los que incluso puede vérseles salir la punta de los pezones por los ojos. Son esos tipos que tienen las pupilas moradas. Uno lo verifica enseguida viéndoles el color de las pupilas: son moradas. Capaz que no piensa en eso: capaz que piensa que la semana que viene, una noche, va a sentarse a la luz de la lámpara y de un tirón va a escribir algo que cambie el mundo. Hay montones de esos tipos que se la pasan pensando que de una semana para la otra, zas, dan vuelta el mundo como un guante. No necesitan más que levantar la mano, según ellos, dignarse levantar la mano, y ya han llenado de bendiciones la faz de la tierra. Puede estar pensando también que el cigarro le ha hecho arder la boca y que conviene comenzar a remover y a juntar saliva con la lengua para refrescarse la boca y después escupir, o que ahora va a retirar la mano derecha del taco y va a metérsela en el bolsillo derecho del pantalón. En una de esas no piensa en nada: en una de esas, hasta las tetas han desaparecido y ahora no hay nada adentro, nada más que texturas, las paredes negras, áridas, corroídas por el orín que han dejado viejos recuerdos y pensamientos, un negro húmedo, verdusco, sin zonas iluminadas, ni el eco de la luz pálida ni el del sonido brumoso que es el horizonte de ruido que rodea el cono iluminado por la lámpara cuya luz se despliega sobre la mesa de billar, el cono iluminado en cuyo interior no estamos más que nosotros dos —él casi en el límite—, y las tres bolas, los tacos y la mesa. Parado, inmóvil, mirando inclinado mientras sacudo el taco, lentamente, apuntando. Mira pero no sé si ve. ¿Quién podría jurar que ve? Yo no. Si alguno quiere jurar que ve, que se adelante y jure. Yo no juro. Yo lo único que sé es que después de tirar el cigarro ha girado la cabeza en dirección al lugar en el que yo estoy inclinado sobre la mesa haciendo deslizar el taco; que hay una luz de junio muy mala entrando por la vidriera del café, una luz exangüe, y que mi proyecto traba y detiene todo lo que se desborda desde el exterior en dirección a la mesa, para inundarla. Mi proyecto, vale decir que mi bola corra despacio en dirección a la colorada, choque con ella, se dirija después hacia la blanca y vuelva a chocar, subiendo después y volviendo a chocar contra la baranda del fondo, bajando otra vez en línea oblicua, en sentido contrario, dando tiempo para que la colorada —que ha chocado a su vez contra la baranda lateral— vuelva en línea recta hacia la blanca reuniéndose con ella, de tal manera que mi bola, que ha pasado por detrás de la colorada, quede en posición de privilegio para el proyecto de la próxima carambola.

—Seis —dije yo. Pero todavía no era la sexta: la bola iba corriendo muy cerca de la baranda, después de haber chocado con suavidad contra la de punto, que era la de Tomatis, y ahora se dirigía recta hacia la colorada. Cuando chocó contra ella, yo estaba dirigiéndome hacia el otro extremo de la mesa y Tomatis permanecía de pie, sosteniéndose en el taco que apoyaba en el piso de mosaicos, contrastando nítidamente contra la claridad de febrero que restallaba en un rectángulo amarillo por el ventanal del bar. La corpulenta figura de Tomatis se llenaba de sombra por el contraste, pero una especie de nimbo luminoso bordeaba todo su contorno. Cuando la bola blanca se detuvo, después de haber golpeado a la colorada, me incliné otra vez hacia ella y apunté con el taco. Aunque yo estaba concentrado en mi golpe, sabía que Tomatis no me prestaba la menor atención; permanecía de pie, aferrando con las dos manos el taco apoyado en el suelo, mirando el mosaico, o la punta de sus zapatos, rodeados por el nimbo de claridad de febrero.
—Creo que no hay ninguna experiencia que venga con la madurez —dijo—. ¿O debo decir ninguna madurez que venga con la experiencia?
Doy el golpe, esta vez por la colorada, y por baranda, y después de pegar a la colorada y a la baranda, mi bola atraviesa en diagonal la mesa verde y se dirige hacia la de punto.
—Siete —digo.
—Mucho —dice Tomatis, felicitándome, sin siquiera mirar la mesa.
La bola blanca choca contra la de punto y el golpe resuena con su sonoridad peculiar en el gran salón plagado de ruidos, de murmullos, de gritos y de voces. El cono de luz artificial que cae sobre la mesa verde nos aísla como en el interior de una carpa. Hay varios conos luminosos a lo largo del salón. Cada uno de ellos está tan aislado de los otros, y moviéndose con tan perfecta autonomía, que parecen planetas con su sitio fijado en un sistema, girando en él, ignorando cada uno la existencia de los otros. Tomatis está parado en el límite mismo de esa carpa de luz, y tiene detrás la gran claridad de febrero, porque nuestra mesa es la que está más próxima a la ventana.
Me preparo para tirar la octava carambola. Me inclino sobre la mesa, apoyo parte de la palma de la mano derecha sobre el paño, y tres de los dedos, introduzco el taco en una especie de puente que formo con el pulgar y el índice y con la mano izquierda sacudo el taco desde su base. Mi mirada va, alternativamente, del punto de mi bola en el que el extremo del taco tiene que golpear al punto de la bola colorada contra el que va a chocar mi bola y al lugar en el que está la bola de punto, o sea la contraria y, en este caso, la de Tomatis.
—Muy bien apuntada —dice Tomatis, que ni mira. No presta la menor atención al juego, y yo ya he hecho treinta y seis carambolas y él únicamente dos. Las dos que ha hecho las ha hecho de pura casualidad y la impresión que da al tirar es que quiere errar su tiro lo antes posible para ponerse a un costado de la mesa y hablar. Da la impresión de que para él, cuantas más carambolas haga el contrario, mejor, ya que eso le permitirá vocalizar un párrafo más largo. No parece ser torpe, sino simplemente no prestar atención. Yo hasta diría que maneja el taco bastante bien —uno se da cuenta por la forma en que lo agarran— en relación con muchos otros tipos que se ponen a jugar al billar de sobremesa. Pero, teniendo en cuenta que revela bastante experiencia en el juego, que siempre es él el que invita a jugar y que todos los tipos a los que invita —Horacio Barco, por ejemplo— juegan más que él, la conclusión que he sacado es que Tomatis usa el juego de billar para hablar todo el tiempo él solo y a sus anchas. Después agrega:
—A menos que uno sea un tipo fuera de serie, pero ésos no cuentan para la humanidad.
[...]
Puede compartir este post a través del sitio de bookmarks de su preferencia.

Publicar un comentario