lunes, 6 de agosto de 2012

El hombre cabal... - Rocío Cerón

El hombre cabal, hombre que a pesar de sí mismo contruye un pulso, una arquitectura de vida -manifestación estructural de cómo hacer alma aún al hilo de la fatalidad-, contempla los días desde un resquicio distinto al resto de los hombres. En sus hombros se posa el destino como el aire acariciando la nuca de un condenado a muerte. Este hombre siembra en tierra árida y de ella nacen alisos, brezos y sauces. La música de los misterios de lo púrpura, de los miembros sujetos al cuerpo -armazón de lodo y conjuro- resuena vocálicamente en su frente.
El hombre cabal se marchita bajo la sombra de un árbol de palabras. No se mueve de tierra porque la raíz de su pensamiento es una hoz que le corta el aliento. Y su sed de respiro sólo aquieta afanes mientras escucha de las hojas la última nota del voraz juego de la muerte. Mientras calla el mundo se le descubre.
Su mirada: relámpago del suicida.

En El ocre de la tierra, Ediciones Liliputienses, Torquemada, noviembre de 2011.

viernes, 15 de junio de 2012

Querido Diego, te abraza Quiela - Elena Poniatowska

17 de enero de 1922 

Poniatowska por © Ricardo Ramirez Arriola.
      No me has mandado decir nada de los bocetos, así es que me lanzo sola porque Floreal no puede esperar. Primero hice naturalezas muertas, botellas y frutas, líneas curvas, círculos de color sobre una mesa angular para romper un tanto la redondez porque mis figuras de estos últimos meses no son geométricas, al contrario, redondas y dulces, no puedo dislocar las líneas rectas como lo hacía antes, las mantengo y todo lo envuelvo en una luz azul, la misma que dices me envolvía cuando me desplazaba ante tus ojos. Después y sin pensarlo dos veces me puse a pintar paisajes urbanos y sin más pase a hacer cabezas y caritas de niños que son, a mi juicio, las mejor logradas. Es mi hijo el que se me viene a la yema de los dedos. Dibuje a un niño de año y medio, dolido, y con la cabeza de lado, casi transparente, así como me pintaste hace cuatro años y esa figura me gusta mucho. Mis colores no son brillantes, son pálidos y los más persuasivos son naturalmente los azules en sus distintos tonos. Ves que a pesar de todo he trabajado; es el metier, me quejo pero fluye la mano, fluye la pintura suavemente. Entre tanto tu voz bien amada resuena en mis oídos: “Juega Angelina, juega, juega como lo pide Picasso, no tomes todo tan en serio” y trato de aligerar mi mano, de hacer bailar el pincel, incluso lo suelto para sacudir mi mano cual marioneta y recuerdo tu juego mexicano: “Tengo manita, no tengo manita porque la tengo desconchavadita” y regreso a la tela sin poder jugar, mi hijo muerto entre los dedos. Sin embargo, creo que he conseguido una secreta vibración, una rara transparencia.

      Han venido algunos amigos rusos, Archipenko y Larionov, del tiempo de la guerra, pero no los acompaño a La Rotonde porque me remueve demasiado y como no puedo ofrecerles nada de comer, ni un vodka, se van pronto. Ven el papel blanco que aguarda sobre mi mesa y se despiden respetuosamente: “No queremos quitarle tiempo, está usted trabajando”. Zadkin en cambio me preguntó el otro día dónde estaban tus dibujos y se puso a hojearlos; saqué el óleo que no está fumado parecido a “El Despertador” y me dijo que Rosemberg posiblemente se interesara en él. Me contó que Elías Ehrenburg le había vendido muy bien un cuadro tuyo en 280 francos; que Rosenbeg tenía mucho ojo y compraba como loco. “Usted no debería estar padeciendo, Angelina ¿por que no vende algo de esto? Apuesto a que ni siquiera lo ha intentado”. Le repuse que no, que eran mi vida misma, que de irme a México, serían mi único equipaje. Sacudió la cabeza y me preguntó de nuevo: “¿Por qué no pone usted el samovar sobre la estufa? “. Le dije que había perdido la costumbre. “¿No tiene usted té?” “No”. Entonces salió y regresó con una caja de aluminio comprada en la Rue Daru y ordenó: “Ahora vamos a tomar té”. Tiene una manera afectuosa y brusca de hacer las cosas y nada puedo tomarle a mal ni siquiera cuando se detiene frente a uno de tus bocetos y habla de la fuerza perturbadora y arbitraria de tus trazos. “ ¡Es como él -grita- abarca todo el espacio, no sabe lo que es el silencio! ” “Al contrario” -le respondí y le hablé de tu silencio anterior a la creación. Era la primera vez que hablaba yo de un solo impulso y durante un tiempo considerable, al menos para mí, y Zadkin me observaba en silencio. Después me dijo sacudiendo la cabeza: “Se ha mexicanizado usted tanto que ha olvidado como hacer el té”. Es cierto, me las arregle para que el té no fuera bueno. Ossip Zadkin se fue a las nueve de la noche. Me alegran sus cachetes rojos y sus cabellos hirsutos, sus ademanes breves y rápidos, su bonhomía. Y me acosté contenta porque tomé te, porque hablé de ti, porque su amistad me conforta. Diego te abrazo con toda mi alma, tanto como te quiero.

Tu Quiela

lunes, 28 de mayo de 2012

en la estrella - Susana Thénon




En La morada imposible - Susana Thénon.
Edición a cargo de Ana M. Barrenechea y María Negroni. Tomo I.

jueves, 17 de mayo de 2012

Los niños que mienten: Luisa Castro


De la profunda textualidad de Luisa Castro, filóloga hispana, podría rellenar carillas dobles. Como conformista remilgada, destaco Odisea infinita, Los versos del eunuco y Los hábitos del artillero, producción lírica que he visto gracias a indigentes raciones existentes en la web.
Se conoce a quien escribe cuando su palabra destapa el aparente cause de las formas concertadas. Bastaría retirarla de esa artificiosa Irlanda y situarla en alguna calle adoquinada de Barcelona, la plenitud del vocabulario persistiría –retornaría–, no ya descrito por un poste de carreteras, sino como antecesor de cualquier vacua evocación material.
El blog de mi tan admirada Elena Soto remite a su página personal. Anexiono este dato porque si no hubiese sido a través del Establo de Pegaso, perdía la agradable contingencia de adentrarme en su obra.
Dos poemas suyos de Ballenas (1988). Tambien aquí una entrevista adorable.



Divido el mundo por dos

I


Divido el mundo por dos.
No hace falta ser antigua para comprenderlo:
de un lado está mi cabeza,
del otro está mi padre pescando pez espada
en las costas irlandesas, en las heladas aguas
donde mis abuelos tenían
amantes jovencísimas
e hijos confundidos con nombres de botella.

Mi cabeza es pura inteligencia.
El trabajo de mi padre es domesticador.
Mi cabeza cabe en la boca del león.

Es siniestro
que yo me criase en la boca del león. Todas las noches
salíamos a echarles comida a los leones.
Me acuesto cansada,
Silvia,
todo el día
arrojando comida a los leones.
Mi padre me llama a gritos y tengo miedo
todo el día. Trabajo
todo el día.
Les tengo un miedo a los leones, un miedo...

Me acuesto con una pierna de menos
pero pienso en la otra y en los leones.
la ley de la selva es dura. Trabajo todo el día
y los romanos tienen unos látigos que dan un miedo...

Mi padre pescaba pez espada para que yo pudiese
—es siniestro—
alimentar al león con mi cabeza hermosísima.
Nunca puedo dormir sin que el bostezo de un león
me interrumpa el descanso.
Como tengo un cuerpo lindo
los leones me prefieren;
Comen con ojos y dientes.
Los romanos tienen unos látigos que dan un miedo...

Yo pienso de camino, sobre una sola pierna,
en la pierna que me queda.
Voy feliz porque soy inteligente.
Me acuesto
y enseguida me levanto: tienen hambre los leones.
¡Ah, maricón!,
los leones tienen un cerebro de mosquito
y yo soy inteligente.
Los romanos tienen unos látigos que dan un miedo...

Sobrevivo sin las piernas, este león
me devora la última, ¡ah, maricón!, qué cerebro
de mosquito,
quien me obligará a trabajar ahora
que no tengo piernas
para alimentar al león.

Me acuesto cansada de cintura para arriba.
De cintura para abajo soy pura inteligencia.
Los hijos de mi padre
se llamaban ron, caña, pez espada
yo
soy hija de mi padre,
el domesticador.

Quiero ver esas caras de jabón imperial.
Nunca me acariciaron.
Yo le metía mi inteligencia al león hasta el estómago
y no tenía miedo.

En la oreja izquierda llevo el pendiente
de una amante hermosísima.
Un día
mi abuelo me dijo: llevarás este pendiente
mientras la interpol permanezca
en aguas irlandesas,
vigilarás las mareas
mientras los labios de tu padre huelan a contrabando.

Dividido el mundo por dos.

De cintura para arriba soy pura inteligencia.
De cintura para abajo me gustan los leones.

Divido el mundo por dos.
Mi padre tiene las manos terminadas en punta
y vive en una casa sin remos.
Yo comeré toda mi vida apestosa carne de león.
No pasaré hambre.
Mi oreja izquierda sabe a pez espada.


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Mi madre trabaja en una fábrica de conservas


Mi madre trabaja en una fabrica de conservas.
Un día mi madre me dijo:
el amor es una sardina en lata. ¿Tú sabes
cómo se preparan las conservas
en lata?
Un día mi madre me dijo: el amor es una obra de arte en lata.
Hija,
¿sabes de dónde vienes? vienes
de un vivero de mejillones
en lata. Detrás de la fábrica, donde se pudren
las conchas
y las cajas de pescado. Un olor imposible, un azul
que no vale. De allí vienes.

¡Ah!, dije yo, entonces soy la hija del mar.

No.
Eres la hija de un día de descanso.

¡Ah!, dije yo,
soy la hija de la hora del bocadillo.
Sí, detrás, entre las cosas que no valen.

sábado, 5 de mayo de 2012

Monólogo interruptus por Miss Candy Loving – Autor no especificado


Desde que tengo memoria cada una de mis manos es un afrodisíaco. Y hace diez años que no puedo olvidar la más hermosa primavera de mi imaginación. Candy será una señora casada y de su casa, que apenas recordará a la hora del desayuno su apoteosis juvenil, o pudo haber muerto acuchillada por un hispano que le robó nueve dólares y seguramente no la violó en el apuro o por indiferencia a un cuello y unas rodillas que empiezan a envejecer. Ella no está de ninguna manera, y hace ya tanto del encuentro. Hoy pasaron en la radio nuestra canción; Candy desconoce que esa melodía nos pertenece. Como también ignora la emoción que me produjo el primer contacto con sus impresionantes tetas. La música me traslada al día que la conocí, al día en que sobresalió de la intangible porosidad del papel satinado, desplegando una perfecta selección de colores que iluminaba una piel impensable, imposible de hallar en ninguna mujer. Fue la instantánea inclusión en la pasión, en una experiencia que prolongué durante meses hasta que hicimos el amor. La ritualidad también era diferente: no compré un segundo ejemplar ni me acabé sobre su imagen como solía hacer con las desconocidas sin clase, recuerdos de prostitutas circunstanciales que nada me aportaban y empastaban su fingida sonrisa bajo el ácido seminal que corroía el papel, dejando un amarillento rictus en rostros cansados y sustituibles. Candy me inhibía. La contemplé por vez primera en un restaurante y ese día no pude almorzar. Venía en el mismo paquete de todas las semanas y nada hacía suponer que el envío tuviera algo excepcional. La reacción reflejo fue retirarme a los baños, pero cuando empecé a manosearla supe que esa niña despertaba en mí una sensualidad superior no merecedora del amor entre letrinas manuscritas y diseminados cuadritos de papel ordinario de los que se usaban para agarrar figazzas. Regresé a la mesa inquieto por ese cambio de conducta y me comporté con la discreción de un enamorado solícito; no podía comer pero jugaba con el tenedor e imaginaba –mientras reía en silencio– que pinchaba pedacitos de hígado para dárselos en la boca. Simulaba tirando la comida a un costado de la mesa y disfrutaba el vino como si fuera un Rioja importado, compartido. Mi inglés era bueno y podríamos entendernos perfectamente. Su acento estaba más cerca de Goldie Hawn que de los sonetos (oscuros y secretos) del querido William, que junto a las vicisitudes de Lucrecia me habían proporcionado momentos de inusitado mplacer isabelino.
¿Cómo decir de aquella emoción? ¿Qué mil y una palabras podrán con aquella imagen? ¿Cómo referir aquel largo trayecto desde el restaurante al departamento? Apretaba con mi brazo la inocente historia de Candy. Sentía que el corazón, que tenía sus razones, saltaba de contento con la llegada de un sentimiento desconocido. Era la inequívoca promesa de interminables horas de placer, la certeza de querer llegar rápido a casa abandonando para siempre las inmediaciones de los colegios, las absurdas disculpas en los baños públicos, las humillantes vigilias nocturnas en los parques, los prismáticos, las noches solitarias en hoteles de barrio. Candy cambiaba mi vida y daba al sexo de mis manos un nuevo sentido. Fue un mediodía de verano, de un intenso calor que todavía persiste en todo mi cuerpo. En la calle caliente, las muchachas caminaban agresivamente con sus traslúcidos vestidos a la moda. Con mínima atención era posible observarles, comprimido por telas suaves y escasas de ropa interior, el incesante tramado del vello multicolor superpuesto, tonos que se frotaban unos sobre otros lubricados por el lentísimo sudor que desciende del ombligo, de la presión del elástico superior, y la humedad que asciende del epidérmico humor de la entrepierna. Podía verlas de atrás cuando me pasaban a paso firme que arrancaba de los tobillos para culminar en las nalgas duras, trabajadas por manos y gimnasia. Allí la prenda se metía, en ese infinito de placeres las líneas tensas de los elásticos laterales tienden a unirse para partir en belicosa simetría una belleza amada –sin mayores distinciones– por algunos conocidos; un diámetro vertical y espeso se apoyaba caprichoso sobre el retráctil esfínter escondido. Me desafiaban poniendo a prueba mi naciente fidelidad decenas de pechos que avanzaban libres, como legiones de amazonas al asalto. Erectos los pezones aun estando tan lejos del invierno. Perfectas circunferencias que alternaban del diámetro de una pequeña moneda al de un disco compacto, que subían del tono más suave del rosa con pecas esparcidas, al oscuro chocolatado que atraviesa aún la transparencia de las telas más oscuras. Comparado con la pureza del papel, con la rugosidad del pezón adivinado en la imagen, con la constancia de un sexo inoloro y sin menstruación ¡todo era desagradable! Ella sería el amor de todo el mes, sin compresas, tampones ni coágulos casi castrantes. En mi pleno placer, ella mantendría la sonrisa y la mirada idénticas, eternas, desde su apoyatura en la cama de bronce.
Debía detenerme. La había contemplado apenas unos minutos. Desesperaba por llegar a mi cuarto para verla mejor. Aunque caminaba, enlentecía el trayecto por miedo a que todo hubiera sido una falsa impresión, un descuido de la afiebrada imaginación, otra frustrada esperanza del placer desconocido. Era Eneas mirando los nubarrones. Cuasimodo escuchando una carreta de gitanos. Caracé descubriendo a Magdalena. En esa espera, en ese lento andar, mi pija no se paraba groseramente: latía con una impaciencia distinta, exigiendo la suavidad de un nuevo excitante, deseando avizorar la verdad de los sentimientos encontrados que me cruzaban. Ante esas tetas mi hemeroteca no era nada. Decididamente había sido un pajero, un solitario sexodependiente conducido de la mano a mis propias limitaciones. Ahora, con la tetas de Candy, ingresaría a otra época, el dominio de un arte, a redescubrir la necesidad de la disciplina, del superar etapas entrando a dolorosas e impredecibles iniciaciones para despegar de una sabiduría carnal egoísta.
En el medio, pecador, permanecían las contradicciones. La lucha a brazo partido (o al menos exhausto) contra las debilidades del incompartido y generoso placer. Estaba lejos de recaer en fetichismos adolescentes. Pero la ascensión, el encuentro con la amada, no pasaba por una absoluta renuncia de lo que había sido. ¿Cómo tomaría Candy mis debilidades crepusculares? ¿Cómo hacerle entender –a ella, a sus tetas– que era la lucha entre el pasado y el futuro? No es como suponen los otros un regusto por la soledad. Lo placentero es el silencio: el oír el ruido de las irrepetibles articulaciones, de los dedos friccionándose, entremezclándose, confundiéndose en un desperezarse gozoso; y el sonido del choque de las carnes tensas que inventan golpes secos, únicos, inconfundibles, deliciosos. Es una armonía de la respiración solista, a la vez propia o extrañamente ajena. Porque se domina el movimiento, los tiempos de eyaculación y hasta la orientación y distancia del chorro final, pero se pierde lentamente el sentido de la respiración; sin que nadie interponga sus estertores, sus ruidosas demostraciones de placer ni esos extraños ruidos, ventosidades inoloras y de las otras, inoportunas, desagradables, capaces de desconcertar al más libertino de los amantes. El silencio lo es todo. Yo soy todo. El sonido y la furia y el idiota que se masturba debajo del escenario. Pero llegó Candy. Y con ella una historia, una vida, dos hermosas tetas que conmovieron mi mundo autista. Yo, que había visto la paja en mi propio ojo, ahora contemplaba la viga en esa hija de Kansas. La primera noche no me atreví a ojear la revista. Si en mis prácticas queridas estaba destinada alguna magia, seguramente no sería para mí. Esa noche la dejé a mi lado y busqué el placer en lo ya conocido. Como si supiera que era la última noche de goce sin referencias, me propuse utilizar toda la artillería. Me masturbé hasta que me dolieron los antebrazos. Hasta que la cabeza comenzó a sangrar y caí rendido mientras, entre las venecianas, la luz comenzaba a entrar en mi habitación. No iría a trabajar. En la embriaguez de la lujuria y el desorden iconográfico del cuarto, sentía la presencia de lo nuevo. Por primera vez en mucho tiempo me dormía con culpa, con la estúpida culpa de haberme negado a lo inevitable. Me sentía tonto al pensar que esa misma noche muchos otros habrían gozado ruidosamente mirando una y mil veces a Candy Loving, la elegida de las bodas de plata de Playboy.
Aun admitiendo esa contradicción, comenzaba para mí una verdadera educación sentimental, previsiblemente autodidacta. Periódicamente, empaqueté mi reducida biblioteca, separando apenas una mínima selección de cabecera para esos erectos despertares de las madrugadas. En lo demás, mi vida social continuó normal. Sin duda el sexo es el motor de muchas actitudes. En mí, logró unos cambios excepcionales. Por un lado la presencia de Candy elevaba mis aspiraciones de perfeccionar un ars amandi personal hasta llegar a una bella teorización –sofista pero estéticamente bella– y por otro, profundizar en prácticas de masturbación abyecta que desconocían límites inferiores sin detenerse en vómitos, prótesis a pila y hasta sangre ajena. En fin, todo estaba a la búsqueda de una síntesis que anulara la distancia y la muerte. Hubo de todo en esos meses de celos y de culpa. Sentimientos que creía adormecidos por mi opción renacieron con inusitada potencia. Lloraba a veces en soledad; habiendo renunciado al intercambio de sentimientos exteriores –vocación y elección que derivó en un egoísmo aceptado– me encontraba hora en un mundo de dulzona ensoñación. Era la rabia y la felicidad. Hasta fui a la manicura para embellecer mi vida sexual; de noche encremaba mis manos con la más cálida de las opciones Estee Lauder, como pensaba que Candy haría con sus tetas. Para mí, que había llegado al supremo dominio de los esfínteres seminales y del músculo en cuestión, que hasta podía sentir la producción de los testículos y regular a voluntad la marea sangrienta del flujo y reflujo, sólo quedaba el llanto de la emoción cuando, luego de un sueño de previsibles detalles, me desperté con las sábanas mojadas.
Sucedían episodios que superaban mi racionalización y eso, si bien me preocupaba, no dejaba de hacerme sentir bien. Caminaba por antiguas calles empedradas buscando casas viejas, abandonadas, que apaciguaran mi atormentado espíritu. Era la forma de olvidar los malos pensamientos, la absurda intermediación del placer. Hasta ahora todo se había limitado a un encuentro simple entre las imágenes y yo. Ahora me invadía en aluvión el monstruo de los ojos verdes. Podía entender los hombres de verdad, que cogiéndosela desde la grupa, con los ojos entornados, buscaban con las manos las tetas colgantes, las tetas distantes y pasaban la yema de los dedos por los pezones mientras se la metían hasta los huevos, triplicando el placer y la escuchaban jadear sin verle la cara o recibían el envión insistente y en retroceso de las nalgas, el embate final de esa hembra bien alzada, bien caliente que pedía más y más y más. Tenía celos y no podía sacarme del pensamiento al fotógrafo, al que reveló las películas, al armador de la imprenta, al encuadernador, al vendedor. Odiaba a todos los que habían comprado la revista. A los adolescentes urgidos, a los ancianos de anteojos oscuros, a las señoras que disfrutaban las tetas ajenas, a los mecánicos que la clavaron en el taller. Buscaba suplir ese suplicio mediante una historia de encuentro y pureza. Sabía que con Candy no bastaría sustituirla o archivarla. Era una presencia cuya promesa de placer estaba en relación directa con la conciencia del problema. Desde que la conocí en aquel almuerzo, la llevaba conmigo en las giras comerciales y era feliz cuando sabía que estaba en el portafolio en mis idas al teatro o al fútbol. Fuimos a todos los lugares a que nuestras disímiles naturalezas nos permitían asistir. Claro que mi existencia de contradicciones continuaba, pero la balanza ya se inclinaba hacia el amor de Candy.
Después de seis meses de saboreada continencia, llegamos a la conclusión de que era tiempo de hacer el amor. Dudé si hacerlo en su presencia o en su recuerdo. Concluí en aportar una técnica mixta, en un conocimiento por la vista de toda una intensa semana en que me dediqué a observarla con detenimiento, como nadie lo había hecho. Mantenía la mirada, recorriéndola, superando las tentaciones que me subían por los brazos, reconociendo cada línea de su cuerpo, inventando el olor de sus axilas, penetrando en su mirada y en la textura de su pelo, descubriendo los colores de la curva descendiente del vientre y la excitabilidad de la piel de los hombros escondidos por la tenue malla de un deshabillé en gasa rosa con motivos dorados; pasé en sueños mi lengua por el cuello que rodeaba un foulard ocre, uno de cuyos extremos terminaba en su mano izquierda que tenía un anillo en el dedo mayor; toqué de ojos cerrados el recorrido entre las tetas donde caían algunas finas cadenas de oro, que engarzaban la teta izquierda frontal, invitando a que la chuparan hasta la eternidad y entrecrucé los dedos de su mano derecha que caía y se apoyaba, entreabierta, a escasas pulgadas del vello recortado, suavísimo. Logré cerrar los ojos y, como si fuera una holografía, reproducirla en la zona oscura de la habitación, a tamaño natural, en la real dimensión de sus formas y hasta con un levísimo movimiento de los labios de la boca que me decían “Hello, Henry”, un imperceptible movimiento que se continuaba cuello abajo y lograba la milimétrica hazaña de alzar la punta de las tetas. Las manos ansiosas me sudaban. La pija se hinchaba sin urgencias, teniendo todo el tiempo por delante. No había cosa en qué poner los ojos que no fuera recuerdo de Candy. Todo era la chica de Kansas que se mudó a Oklahoma. Imaginé las bromas y hasta jugué con una posible despedida de soltero que nunca tendría: sin huevos rotos ni queso rayado pegándoseme en el pelo, ni regalo colectivo ni bromas sobre la honorabilidad de mi futura esposa. Por eso Candy era el hoy, la presencia absoluta, lo que nunca más permitiría que me sucediera.
Sin la belleza de variaciones amatorias de pareja, sin la acrática invitación a la orgía, lo nuestro es la unicidad. El despertador motivacional puede ser infinito, pero las posibilidades de realización suelen ser limitadas a rituales sobre los que pesan estigmas sociales, que van desde bromas sobre pelos en manos, hasta un viaje sin retorno a las regiones de la idiotez. Pero después de aquella noche toda esa superchería es olvido. Después de Candy voy por la vida con otra calidad interior. Por primera vez, mientras me contraía en la convalecencia del placer, repetía un nombre una y muchas veces. Las manos estaban suaves, cremosas, mi pija sabía que esto era muy importante y no se avino a una erección casi animal; conmigo imaginó –supongo– todo el vestido de la chica de Kansas y un lento desnundarse. Cada prenda que caía en la imaginación era una ola de sangre que se concentraba en las venas hinchadas. Fue una hora larga la vivida para restituirla a la imagen de la página central. Y desde ahí una lucha del solitario placer que alternaba la quietud de la foto con la imaginación que la anima y me devuelve a Candy besándome, acariciándome, chupándome, masturbándose apenas para lubricarse y abrirse de piernas reclinada en el acolchado rosa, para que mi pija palpitante como si ya tuviera toda la leche en la cabeza, fuera despejando las carnosidades sucesivas de su juego de labios mientras sus manos, cumpliendo el más secreto de mis deseos, se acarician las tetas con los dedos empapados. Deseaba que eso no pasara nunca pero también pasara de una vez pues no creía volver a soportarlo. Por primera vez perdía el control, el autodominio. Sentía que Candy estaba entre mis manos, que eran sus tetas las que me pajeaban, sentía el calor de su piel de hendidura, la proximidad excitante de sus tremendos pezones y la boca semicerrada dispuesta a tragarme todo en el momento oportuno. Era su piel la que sentía entre las piernas, eran alternadamente su boca, sus tetas, sus pies, su concha las que aprisionaban cada vez más una pija que dejaba de pertenecerme para ser de Candy. Era la amenidad, el otro, el amor. La duplicación del placer, el chorro violento, casi sólido, que se disparó sin sentido y un segundo momento de vertiente más tranquila, de pausada emanación viscosa, blancuzca, como si un juego adicional de concéntricos aros siguiera sacando leche donde no podía más y emanaban borbotones de esperma que caían en distintas direcciones por el glande, por el prepucio, por las manos, por la boca de Candy o las tetas o la concha. Pero no estaba allí para besarme. Yo repetía su nombre. Pero no me pediría para ir al baño primero. Abrí los ojos. El disco se había terminado, sólo se oía el ruido de la púa contra la última canción de Tony Benett. Una puerta se cerró. Con un Kleenex sequé un poco la alfombra, tomé un trago de buorbon y fui al baño tratando de no manchar el parqué recién encerado. Me duché con agua bien caliente, quería que rápidamente el vapor empañara el espejo.
Era la crisis del libertino. La situación resultaba insostenible. Fueron algunas semanas de increíble felicidad, pero ya estaba pensando en las infinitas maneras de hacerla gozar a ella. Hasta pensé en consultar un psicólogo. Debía emprender el regreso, desmitificarla, imaginarla en situaciones descalificantes, pero sabía que no podría. En esas páginas también estaba su ficha y tres imágenes más pequeñas en blanco y negro querían darme la tradición, el clásico consuelo de las tres edades de la mujer. La miré en su niñez y acaricié su inocencia, besuqueándola como si fuera un tío lejano de visita; en el colegio la violé pegándole en la cara mientras lloraba y suplicaba, y en la adolescencia la prostituía en imaginarias tabernas de puertos que nunca conoceré. También imaginaba, un paso atrás de mi diosa, una Candy de huesos marcados, pelo raído, senos secos y caídos, que la abrazaba por la cintura atrayéndola a una caída que sería la única manera de olvidarla. Ello introducía una conciencia del tiempo, una sucesión de historias que en lugar de alejarla la acercaban cada día más, para vivir intensamente ese único momento de la toma fotográfica que realmente me pertenecía. La que no era nada.
Dejé a Candy en un confesionario de la Catedral, a la que nunca volví. Crucé la ciudad como si nada en las calles que conocía me perteneciera. La Catedral parecía una estación de trenes, la Terminal de un viaje desde Kansas que me había dejado en una ciudad extraña, más triste que la recorrida en un tiempo lejano. Adivinaba a los solitarios. Quería pararlos y contares como un predicador menonita la vía de salvación, pero la ignoraba y ellos no querrían escucharme. Entré a la gran avenida y me metí en el primero de los cines. La película estaba en el final. Mientras me acomodaba, escuché los últimos disparos. Cuando miré la pantalla, sobre un encuadre de final, un vaquero solitario se perdía en la noche. Pensé en Candy cabalgando por la pradera, hacia el ocaso, con sus grandes tetas al viento que no vería nunca más. Entrecrucé las manos como si rezara. Entraron los créditos en la pantalla y escuché la voz del caramelero. Se encendían las débiles luces del entreacto y mientras tarareaba en silencio una canción de Tony Benett, supe que volvería a los parques, a la creolina de los baños, a concluir, como los seductores, que si fuera un dios haría con ella lo que hizo Neptuno con una ninfa. Convertirla en hombre.



En Cuentos de nunca acabar, recopilación por Fernando Butazzoni.