viernes, 15 de junio de 2012

Querido Diego, te abraza Quiela - Elena Poniatowska

17 de enero de 1922 

Poniatowska por © Ricardo Ramirez Arriola.
      No me has mandado decir nada de los bocetos, así es que me lanzo sola porque Floreal no puede esperar. Primero hice naturalezas muertas, botellas y frutas, líneas curvas, círculos de color sobre una mesa angular para romper un tanto la redondez porque mis figuras de estos últimos meses no son geométricas, al contrario, redondas y dulces, no puedo dislocar las líneas rectas como lo hacía antes, las mantengo y todo lo envuelvo en una luz azul, la misma que dices me envolvía cuando me desplazaba ante tus ojos. Después y sin pensarlo dos veces me puse a pintar paisajes urbanos y sin más pase a hacer cabezas y caritas de niños que son, a mi juicio, las mejor logradas. Es mi hijo el que se me viene a la yema de los dedos. Dibuje a un niño de año y medio, dolido, y con la cabeza de lado, casi transparente, así como me pintaste hace cuatro años y esa figura me gusta mucho. Mis colores no son brillantes, son pálidos y los más persuasivos son naturalmente los azules en sus distintos tonos. Ves que a pesar de todo he trabajado; es el metier, me quejo pero fluye la mano, fluye la pintura suavemente. Entre tanto tu voz bien amada resuena en mis oídos: “Juega Angelina, juega, juega como lo pide Picasso, no tomes todo tan en serio” y trato de aligerar mi mano, de hacer bailar el pincel, incluso lo suelto para sacudir mi mano cual marioneta y recuerdo tu juego mexicano: “Tengo manita, no tengo manita porque la tengo desconchavadita” y regreso a la tela sin poder jugar, mi hijo muerto entre los dedos. Sin embargo, creo que he conseguido una secreta vibración, una rara transparencia.

      Han venido algunos amigos rusos, Archipenko y Larionov, del tiempo de la guerra, pero no los acompaño a La Rotonde porque me remueve demasiado y como no puedo ofrecerles nada de comer, ni un vodka, se van pronto. Ven el papel blanco que aguarda sobre mi mesa y se despiden respetuosamente: “No queremos quitarle tiempo, está usted trabajando”. Zadkin en cambio me preguntó el otro día dónde estaban tus dibujos y se puso a hojearlos; saqué el óleo que no está fumado parecido a “El Despertador” y me dijo que Rosemberg posiblemente se interesara en él. Me contó que Elías Ehrenburg le había vendido muy bien un cuadro tuyo en 280 francos; que Rosenbeg tenía mucho ojo y compraba como loco. “Usted no debería estar padeciendo, Angelina ¿por que no vende algo de esto? Apuesto a que ni siquiera lo ha intentado”. Le repuse que no, que eran mi vida misma, que de irme a México, serían mi único equipaje. Sacudió la cabeza y me preguntó de nuevo: “¿Por qué no pone usted el samovar sobre la estufa? “. Le dije que había perdido la costumbre. “¿No tiene usted té?” “No”. Entonces salió y regresó con una caja de aluminio comprada en la Rue Daru y ordenó: “Ahora vamos a tomar té”. Tiene una manera afectuosa y brusca de hacer las cosas y nada puedo tomarle a mal ni siquiera cuando se detiene frente a uno de tus bocetos y habla de la fuerza perturbadora y arbitraria de tus trazos. “ ¡Es como él -grita- abarca todo el espacio, no sabe lo que es el silencio! ” “Al contrario” -le respondí y le hablé de tu silencio anterior a la creación. Era la primera vez que hablaba yo de un solo impulso y durante un tiempo considerable, al menos para mí, y Zadkin me observaba en silencio. Después me dijo sacudiendo la cabeza: “Se ha mexicanizado usted tanto que ha olvidado como hacer el té”. Es cierto, me las arregle para que el té no fuera bueno. Ossip Zadkin se fue a las nueve de la noche. Me alegran sus cachetes rojos y sus cabellos hirsutos, sus ademanes breves y rápidos, su bonhomía. Y me acosté contenta porque tomé te, porque hablé de ti, porque su amistad me conforta. Diego te abrazo con toda mi alma, tanto como te quiero.

Tu Quiela
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