martes, 30 de junio de 2009

El estilo incongruente y el “nuevo lenguaje” - Aguiar e Silva

Aguiar e Silva, a través de un racconto pormenorizado por algunos autores modernistas, establece la motivación que lanza a dichos autores a pretender una desintegración sistematizada del antiguo modo expresivo, en pos del establecimiento estético puro de un lenguaje en el que predomine el subjetivismo de cada estilo adoptado. Este fragmento, en su Teoría de la literatura, es clave para el acercamiento comprensivo hacia el discurrir poético iniciado con el Dadaísmo y plenamente utilizado en las Vanguardias posteriores.

El estilo incongruente y el “nuevo lenguaje”

Para definir un poema moderno es preciso detenerse mucho más en el estudio de su técnica expresiva que en el de sus contenidos, su argumento y sus temas. Ello es una comprensible consecuencia de su planteamiento. Goethe podía comunicar al público los poemas de Hebel y de otros poetas explicando su argumento. Claro está que su contenido poético no se transmitía, pues por este procedimiento no se puede transmitir; pero semejante procedimiento era posible y útil tratándose de una lírica que reclamaba la compañía del lector para comunicarle cosas objetivas como son los sentimientos, en un lenguaje adecuado a ellos y dentro de su orden natural. Un texto de Eliot, de Saint-John Perse o de Ungaretti, en cambio, no se puede comprender satisfactoriamente partiendo sólo de su asunto, pese a que estos textos tienen también sin duda sus “asuntos”, y pueden incluso pertenecer a una esfera argumental sumamente significativa para la comprensión de cada autor. Pero la distancia entre tema y técnica artística es mucho mayor que entre los poetas anteriores. Lo culminante de la obra y de su efecto consiste en la técnica. Las energías artísticas se concentran casi exclusivamente en el estilo, que es la realización en lenguaje y por lo tanto el fenómeno más inmediato de la gran transformación de lo real y lo normal.
La diferencia respecto a la lírica anterior consiste, pues, en que el equilibrio entre contenido de expresión y modo de expresión ha sido substituido por el predominio de este último. Con sus inquietudes, incoherencias y rarezas, el estilo anormal atrae la atención sobre sí mismo. Ya no es posible olvidar, como en los poetas anteriores, la manera de decir en aras de lo que se dice. El desacuerdo entre signo y cosa designada es una ley de la lírica moderna, lo mismo que del arte moderno. En un cuadro, un pedazo de lienzo se convierte en el signo incongruente del cuerpo de una mandolina. En un poema, el bosque se convierte en signo del reloj de la torre, el azul en signo del olvido, el artículo determinado en signo de lo indeterminado, la metáfora en signo de la identidad objetiva.

Ante semejante supremacía del estilo incongruente, los objetos que él toca pierden casi por completo su importancia. La poesía moderna evita reconocer con versos descriptivos y narrativos el mundo de las cosas (incluso el íntimo) en su existencia objetiva, por cuento ello amenazaría el predominio del estilo. Y los restos del mundo objetivo normal que recoge no tienen otra función que la de poner en marcha la fantasía transformadora. Pero ello no significa, en rigor, que la lírica contemporánea deba limitarse a objetos tan escasos e insignificantes como los de Mallarmé. A veces ocurre así, pero también existe otra lírica que rebosa de objetos. Ahora bien, esta gran cantidad de objetos está subordinada a una nueva combinatoria de la manera de ver y de los medios estilísticos, o sea que es material a disposición del sujeto lírico, lo cual no hace más que confirmar la pobreza de valor objetivo de las cosas. Así se comprende que los líricos modernos hablen siempre de la futilidad de sus temas. Raverdy escribía en 1948: “El poeta no dispone de ningún objeto; se consume a sí mismo... la obra tiene valor precisamente porque no revela ningún motivo de su discontinuidad ni del procedimiento de que se vale para unir lo incongruente”. Para el poeta español Salinas, es premisa indispensable de la poesía pura el mantenerse lo más libre que se pueda de objetos y temas, ya que sólo así el movimiento creador del lenguaje encuentra espacio para desenvolverse. Gottfried Benn decía en 1950: “El estilo conserva su vuelo gracias a ardides formales.., las ocurrencias se clavan como flechas y de ellas colgamos el resto. No hay nada que se entreteja material o psicológicamente: todo se inicia, nada se lleva a término”.
El estilo de la poesía moderna, sobre el cual se han escrito estas frases, niega a los contenidos el derecho a un valor propio y a una coherencia, se alimenta de sus propias ambiciones dictatoriales y se halla en una dramática indecisión entre éstos y sus contenidos. Este estilo anda buscando constantemente el “nuevo lenguaje”, lo mismo que en tiempos de Rimbaud. En los Calligrammes de Apollinaire se lee: “Oh bocas, el hombre quiere un nuevo lenguaje del que ningún gramático pueda ya informarnos”. Pero ¿cómo ha de ser ese nuevo lenguaje? La respuesta de Apollinaire resulta algo imprecisa, aunque alude primero a un lenguaje brutal y disonante y luego a uno divino. “Consonantes sin vocales, consonantes que suenen apagadas, sonidos como el girar de una peonza, como el chasquear de la lengua, como secas expectoraciones”; pero dice luego: “la nueva palabra es imprevista y como un Dios sobrecogedor”. Aragon, en el prólogo de Les yeux d’Elsa (1942), escribe: “La poesía sólo existe gracias a una constante recreación del lenguaje, lo cual equivale a decir un desquiciamiento del sistema del lenguaje, de las reglas gramaticales y del orden del discurso”. Obsérvese que todas estas expresiones son negativas. El inquebrantable deseo de renovación sólo sabe expresarse programáticamente como destrucción de lo existente. Yeats decía de sí mismo “Yo no tengo ningún lenguaje, sino sólo imágenes, analogías y símbolos”. En el Asb Wednesday de T. S. Eliot aparece, como una súbita explosión, el siguiente verso: “Lenguaje sin palabra y palabra sin lenguaje”. Saint-John Perse habla de su “sintaxis relámpago” todos buscan una especie de trascendencia del lenguaje, pero ésta permanece indeterminada.
El concepto de “lenguaje nuevo” sólo se precisa un poco allí donde acentúa su intención agresiva. Al romper con lo habitual, se convierte en un shock para el lector. “Sorpresa” es ya desde baudelaire un término técnico de la poética moderna, como en otro tiempo lo fue de la literatura barroca. Valéry escribe: “Un estudio acerca del arte moderno tendría que hacer ver al lector que, desde hace más de medio siglo, cada cinco años se descubre una nueva solución del problema del shock”. Él mismo reconoce lo sorprendentes que le parecieron en su día Rimbaud y Mallarmé. Los surrealistas hablan del “desconcierto” que debe resultar de la poesía; Breton llama a la lírica “despliegue de una protesta”. Saint-John Perse señala el “lujo de lo insólito” como “primer párrafo de la actitud literaria”.
Vistas y relacionadas en un cuadro más vasto, estas frases demuestran hasta qué punto ha aumentado el carácter protestatario de la poesía iniciado por el Romanticismo. En la medida en que la lírica moderna se define todavía en relación con el lector, se define preferentemente como un ataque. El abismo entre autor y público se mantiene abierto por medio de los efectos de shock, que se manifiestan en el estilo anormal del “nuevo lenguaje”.
Flaubert, mientras escribía su Madame Bovary, definió el estilo como “una manera de ver”: definición imposible de imaginar en una estética más antigua, pero que rige para las novelas de Flaubert, para la novela moderna en general y cada vez más para la lírica. Las leyes de un estilo así concebido no derivan de los objetos y asuntos, ni del lenguaje artístico tradicional, sino del autor mismo. Ello tiene como consecuencia un fenómeno que se pone de manifiesto especialmente en la pintura. Desde Cézanne se estableció la costumbre de que el pintor recurra una y otra vez a un asunto sin importancia, porque lo que le interesa no es ese asunto, sino poner a prueba sus propias posibilidades estilísticas. Picasso ha copiado muchas veces el Déjeuner de Manet reinterpretándolo de distintas formas. Es decir, la invención de un asunto cede el paso a la forma, a la cual se confía el establecimiento de un organismo autónomo constituido sólo por los propios medios del cuadro, y no a base de elementos de la realidad exterior. Con ellos no sólo se reduce en general el número de asuntos, sino que el asunto pasa a ser mero tema de ejercicios para múltiples variaciones. Estos temas son testimonios de un estilo que sólo se interesa por sí mismo. Igual procedimiento se encuentra en la poesía. Valéry escribió en cierta ocasión que a su manera de ver la poesía equivalía casi a “escribir muchas variaciones sobre un mismo tema”. Guillén publicó unas “Variaciones de una durmiente” que son cuatro traducciones y refundiciones muy diversas de la “Dormeuse” de Valéry. Pierre-Jean Jouve dio, de algunos de sus poemas, dos versiones distintas. Un volumen de poesías de Raymond Queneau lleva incluso el título de Exorcices de style (1947) y varía un tema noventa y nueve veces.
He aquí una prueba del interés que el estilo transformador siente por sí mismo.


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Aguiar e Silva, Vítor Manuel, Teoría de la Literatura, pp. 194-198; Gredos, Madrid, 1972.

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