martes, 19 de octubre de 2010

El futre (1) - Iverna Codina


–Patente vi la luz para el lado del río –comentó el Chirigua (2).
–No puede ser, no está de ese lado y falta mucho, todavía –arguyó Sosa.
–Ya lo sé, será otra cosa. Pero de verla, la he visto.
–Por aquí no vive nadie. ¡Ni los perros andan por este camino! –concluyó Sosa.
_Si hubiéramos conseguido caballos, otra cosa sería. Ahora hay que pegarle duro, tenemos que llegar al refugio de piedra antes de que aclare –interrumpió Modesto Pavón que encabezaba la marcha.
–¡Mirá, mirá!.. no digas que no es una luz aquello. Del otro lado se ve ahora –tironeó –tironeó a Sosa el Chirigua que marchaba último.
–Yo no veo nada, che… serán tus ojos –rezongó el otro.
Modesto Pavón se paró de golpe.
–Oigan… ¿no es un galope?
En la noche quieta de la serranía sólo palpitaba el rumor sordo del río, allá abajo, en la barranca.
–No, te ha parecido –opinó Sosa.
Y siguieron la marcha ahora en grupo.
–Si hubiéramos conseguido caballos… el camión recién va a subir mañana al caer la tarde –volvió a lamentarse Pavón.
Un aire frío bajaba de los cerros y las estrellas parpadeaban indecisas en el cielo neblinoso.
–Ahora sí te creo que es la luz del oratorio –dijo Sosa.
–¿Vos creés? Yo la he visto moverse del lado de la barranca y la Virgencita está del otro.
–Y allá es donde te digo. Mirá..., bueno, ahora no la veo.
–Con las vueltas del camino y los montes, se pierde, eso es todo.
Pero ya tenemos que estar cerca. ¡Vamos, métale! –ordenó Pavón apurando la marcha.
Cerca de tres horas habían avanzado por el camino _el antiguo “camino de la costa” –cuando el Chirigua se adelantó contento:
–¡Allí está!
Los tres hombres se acercaron al tosco nicho cavado en la roca. El estrecho agujero, negro de humo y chorreando de estearina, guardaba una imagen de la Virgen de los Caminantes, bastante maltrecha, la pobre. La llama humosa y vacilante de un quinqué le animaba el rostro con extraños visajes. Porque nunca faltaba –a pesar de la distancia– alguien que llegara expresamente allí, para cumplir una promesa y dejara un luz o un paquete de velas.
El Chirigua se persignó y murmuró algo entre dientes.

–¿Vos creés en la Virgen? –le preguntó Sosa al observar sus ademanes.
–Bueno, en algo hay que creer, ¡qué diablos!
Modesto Pavón, con un criterio muy práctico se adelantó y dijo:
–Nos llevamos las velas, a lo mejor nos hacen falta.
–¡No, las velas no, por favor, son “mandas” de las ánimas! –rogó el Chirigua.
–A ver si ahora vas a salir siendo supersticioso. Sosa, apagá la luz, va a ser mejor –ordenó Modesto Pavón.
El aludido estuvo de acuerdo con la orden, pero cuando sopló la llama no pudo reprimir una mirada recelosa a la imagen. Y rápidamente, tras el soplido, garabateó la señal de la cruz, por las dudas, aunque no creía.
Siguieron la caminata de uno en fondo, en el orden que tácitamente se estableció desde el comienzo. Primero Modesto Pavón, le seguía Sosa y cerraba la marcha el Chirigua. La noche fundía el rumor de sus pasos con el canto de los grillos y el tumulto asordinado de las aguas del río.
–¿Quién silba? –preguntó el Chirigua.
–Yo, ¿por qué? –interrogó a su vez Sosa.
–Me pone nervioso, sabés… –respondió conciliador.
–Sí, mejor calláte –intervino Modesto Pavón –primero, porque dicen que silban los que tienen miedo… y no creo que vos… Y después es mejor oír a los otros, si los hay.
–Tenés razón –aceptó Sosa.
Y continuaron callados, cada cual embebido en sus propios pensamientos.
El Chirigua iba quieto. Dos veces se dio vuelta para mirar el camino que se perdía en las sombras. Después se acercó a Sosa y le preguntó:
–Decime ¿vos silbaste recién?
–No, al menos no me he dado cuenta. Pero che, qué te pasa, mirá que no hay como tener miedo para traer las desgracias.
–No, no… sí, tenés razón –concedió dudoso el Chirigua.
Se demoraba el alba tras un cielo pesado de nubes y una lluvia fina, invernal, comenzó a caer en el momento que los hombres llegaban al refugio de piedra. El agujero de la puerta bostezaba sombras y humedad, pero los hombres lo vieron con alivio. Modesto Pavón se acercó con cierto recelo y dijo:
–Ahora vienen bien las velas.
Buscó en su mochila, sacó una y Sosa le arrimó un fósforo. Entraron. Olor a humedad a orines viejos, a chiñe (3). Unas piedras grandes apoyadas contra la pared podían servir de asiento. Y un improvisado fogón invitaba a utilizarlo.
–Si hiciéramos fuego se iría un poco la humedad –propuso Sosa.
–No, no, va a dar mucho humo, no conviene –dijo Modesto Pavón.
–La pucha que le pegamos fuerte, estoy rendido, mejor descansamos –propuso el Chirigua.
–Pero que uno se quede de guardia –agregó Modesto Pavón.
–¿Sorteamos? –intervino Sosa.
–No, me quedo yo –dispuso Pavón.
Se acomodaron encogidos, con la mochila por almohada. Sosa, al momento, se durmió profundamente. El Chirigua se quedó quieto pero su tensión nerviosa le negaba el descanso. Modesto Pavón acercó una piedra a la entrada y se sentó con la mochila y la carabina a su lado.
Había aclarado. El día se presentaba gris y frío.
El Chirigua salió del refugio, estaba inquieto. Se acercó a Modesto Pavón que oteaba insistente los cerros neblinosos y le preguntó:
–Qué te parece ¿vendrá el camión?
Claro, tiene que venir. Al Porteño le gusta la plata dulce como al que más. Y con este viaje se va a olvidar por un rato lo que es machucarse transportando vacas en el camión.
Las horas grises de llovizna persistente se alargaban reptantes, insidiosas, vacías en apariencia, pero cargadas de viscosas tensiones. Se alargaban y pasaban. Llegó la noche sin novedad.
Arreció el temporal. El viento aullaba afuera entre las breñas y peñascos, y se colaba por la tronera y el ventanuco con largos aullidos lúgubres.
–¡Cómo duerme el bruto ese, fijáte! –comentó el Chirigua señalando a Sosa que roncaba en el mejor de los sueños.
–Bueno, él puede, al fin no es mucho lo que hizo. Yo me tiro un rato, vos vigilá ahora.
Y Modesto Pavón se acomodó abrazado a la carabina y con la mochila por cabecera.
El Chirigua, acoquinado junto a la entrada, trataba de descifrar entre el clamoreo del viento, los ruidos extraños de la noche. Él no podía dormir. Quizás nunca más podría dormir tranquilo. La tensión lo llevó demasiado lejos. “Es muy fácil”, le había dicho Modesto pavón, “vos que trabajás en la finca podés arrimarte, sin levantar sospechas a la casa del contratista. Llamás, sale don García, lo entretenés… lo demás corre por mi cuenta y de Sosa que se encarga del vehículo. Sencillísimo, agarrá Chirigua, que no se te va a dar otra”. Y él agarró. ¡Era tan sencillo y tentador! Pero en los hechos las cosas se complicaron horriblemente. En lugar de salir don García cuando él llamó cerca de las once de la noche –calculando que estuvieran durmiendo –salió la mujer. Modesto Pavón, que esperaba resguardado en las sombras, no se desconcertó con el cambio imprevisto. Se abalanzó sobre la mujer y antes que dijera ni ay, estaba en el suelo sin sentido. Desde ese momento el Chirigua siguió como un autómata las órdenes precisas y terminantes de Modesto Pavón que actuaba con una decisión temible. Sobre el hule de la mesa se apilaban fajos de billetes que don garcía iba contando y separando en sobres. Un arma al alcance de su mano indicaba que había tomado sus previsiones, por si acaso. En los años que llevaba en la finca manejando mucho dinero de quincenas y cosechas jamás había pasado nada. Tan rápidamente sucedió todo que al Chirigua mismo se le hacía difícil reconstruir la escena. Sólo veía a don García con la cabeza sangrante sobre la mesa y la mano sobre el revólver que no alcanzó a empuñar; a Modesto Pavón metiendo a manotadas los fajos de billetes en el bolsón; y a él mismo disparando el arma varias veces bajo la voz conminatoria de Pavón “metéles balas, acabá con ellos, así no dan el aviso”. Y él había gavillado hasta descargar el arma sobre un muchacho aterrado y un chiquillo lloroso y semidesnudo que llamaba a gritos a su madre. Al salir, como Pavón viera que la mujer se incorporaba bamboleante, le descerrajó un tiro a quemarropa, “así nadie tendrá que llorar”, se acuerda que dijo. Después la huida por el callejón con el ladrerío de los perros detrás. La chata que los esperaba con Sosa, luego el jeep, después el ómnibus… fallaron los caballos. Apenas recuerda esa vertiginosa huida cambiando de vehículo, se movía embotado. El miedo y el remordimiento le asaltaron mientras subían a marcha forzada, de uno en fondo, por el camino viejo de la costa. Había escuchado el lejano aullido de un perro hacia el lado de la barranca; cuando volteó la cabeza en esa dirección vio la luz; una luz débil, amarillenta, titilante que aparecía una vez de un lado, otra vez del otro, ahora adelante, después detrás. Desde ese instante ya no tuvo sosiego, y la escena del crimen le asaltaba con los ojos aterrados de los niños; del más chico, mirándolo con el horror que ya no podía sentir porque estaba muerto. No, él nunca pensó matar. Robar, había robado, algunas veces, raterías, apenas. Pero matar a los niños… era horrible, qué necesidad había. Modesto Pavón los hubiera matado igual, ése sí tenía pasta de asesino. Pero la desgracia les iba a caer a todos, lo sabía; lo sentía, porque después de la luz fue el silbido. Sí, los venía siguiendo. Estaban sentenciados, no tenía la menor duda. Esa sensación aterrante de sentirse espiado hasta en los pensamientos, acorralado por las fuerzas inapelables de esa otra justicia. Sí, estaban sentenciados. El “futre” los venía siguiendo. Solamente las burlas de Sosa –claro, él no mató a nadie, podía no creer– y el miedo que le inspiraba Modesto Pavón, le impedían confesar sus remordimientos y presagios.
El viento entraba a bandazos por la abertura que servía de puerta y silbaba ululante por la tronera del techo. El Chirigua se estiró brusco aguzando los oídos. ¿No eran ruidos de casco sobre las piedras sueltas? Modesto Pavón, que seguramente lo observaba, percibió su movimiento a pesar de la sombra.
–Qué, ¿escuchaste algo?
–No sé, me pareció… pisadas de caballo… ¿vos escuchaste? –disimulaba apenas su alteración el Chirigua.
–De qué se extraña, siempre andan animales sueltos por estos lados –terció Sosa, despierto con las voces de los otros.
–Salgo a caminar un poco –dijo Pavón y se deslizó por el agujero de la puerta con la carabina pronta.
Al rato entró.
–Está muy oscura la noche, pero no se oye nada raro.
Con el alba recién pudo el Chirigua dormitar un rato.
Amaneció sin lluvia pero el cielo seguía pesado de nubes. El temporal se mantenía firme en la montaña.
Pavón decidió que era conveniente inspeccionar los alrededores. Sosa y él salieron con distintos rumbos. El Chirigua se quedó por si aparecía el camionero.
Pavón tomó por la falda de un cerro, detrás del refugio. Llevaba el arma larga y la mochila. No se separaba de ninguna de las dos. En la mochila guardaba el producto del robo que habían de repartirse –según lo pactado– una vez pasada la frontera. Hasta ese momento él era su más celoso custodio. Ignoraban –por lo menos los otros dos– cuánto dinero les iba a corresponder a cada uno. Pavón se había negado a contarlo y repartirlo hasta no encontrar un lugar seguro. Eso dijo. En realidad, sabía que era la única forma de mantenerlos unidos y solidarios frente a los riesgos de la huida.
Con la llegada del día y el breve descanso, el Chirigua había recuperado un poco de calma y optimismo. Si viniera el camión podrían salir de ese maldito agujero. Los iba a llevar hasta las Cuevas. Desde ahí sería fácil pasar de noche por el túnel del trasandino a Chile. Y después… Un ruido de cascos lo sobresaltó, pero de distinto modo, a la luz del día. Empuñó su revólver y se asomó cauteloso. Sosa, montado en pelo en un caballo oscuro de buena alzada le gritaba:
– Mirá, Chirigua, lo que te asustó anoche y vos pensando en aparecidos. Lo traje porque en una de esas nos saca de apuro, y mirá qué lindo bicho es, raro, ¿no?
Pasó la mañana y la tarde sin aparecer el ansiado camión. Entonces Sosa propuso la idea y los otros la aceptaron; mejor dicho, Modesto pavón que era quien tomaba las decisiones. Sosa salió a caballo, aprovecharía la noche. Al primer vehículo que encontrara cerca del carril le pediría ayuda al conductor porque “un compañero se accidentó cazando y está mal herido aquí cerca, en los cerros… y mostrás desesperación, si se niega lo atrincás con el arma”. Fueron las últimas instrucciones de Modesto Pavón.
Ahora estaban los dos solos en la noche del refugio. Cada cual con su miedo. Un miedo distinto. Modesto Pavón temía que, descubierto el crimen, les hubieran seguido la pista. O que el camionero –era su mayor temor– pudo arrepentirse y abrir el pico. El Chirigua, en cambio, seguía acosado por los remordimientos, y el terror supersticioso le iba cerrando los mecanismos de la razón.
A media noche pareció levantarse el temporal. La luna menguante corría gambeteando als nubes negras.
¿Fue una lechuza? Los dos lo oyeron. Un silbo, un chistido. A los dos se les heló la sangre.
–¡Es gente! –murmuró Modesto Pavón.
–¡No, es el “futre”, nos viene siguiendo!
–No jodás con eso, yo no creo en las ánimas, creo en los vivos. ¡Salgamos, no me agarran en este agujero! –ordenó.
El Chirigua ya había perdido el dominio de sus actos. Se entregaba ciego a la fatalidad irremediable que cayó sobre él. Salieron separados. Algo frío, negro, le rozó la cabeza. ¿Un ala?, ¿las haldas de un poncho? ¡Era el “futre”, le anunciaba su muerte! ¡Iba a morir, a pagar su crimen! Corrió mudo de espanto por el faldeo arriba. Un golpe seco en la espalda le cortó la fuga despavorida.
La luz se movía vacilante, ahora delante de sus ojos.
–¡Chirigua, creeme no te quise tirar! ¡Para qué corriste a lo loco! Pensé que nos habían descubierto. ¡Mirá, creeme, cómo te iba a tirar a vos! Me escuchás, Chirigua.
Abrió los ojos empavorecios.
–Fue el “futre”… nos vino siguiendo… vamos a morir todos… oís el caballo… silba… oís… emponchado el futre… pagar el crimen… todos mori…
Estaba muerto. Y tan pavorosa expresión se le había quedado en los ojos vidriosos que Modesto Pavón tuvo que echarle su pañuelo en la cara. Y apagar la vela de un manotón. Estaba en el refugio, hasta allí arrastró al herido cuando descubrió su tremendo error. Tenía miedo. Tomó el arma y escuchó tenso, movilizando todos sus instintos para la defensa. Presentía el peligro y lo esperaba, aunque no podía precisar de dónde y cómo lo sorprendería. No creía en ánimas ni aparecidos. Pero las terribles palabras del Chirigua moribundo le habían contagiado un espeluzno de superstición. Porque él oyó el silbido. ¡¿Y ahora?! ¡cómo un relincho de caballo en serreta!
Desde la barranca, bien apostado, Sosa no le quitaba el ojo a la entrada del refugio. Era lo que sospechaba desde que oyó el disparo. Modesto Pavón sacaba a la rastra el cadáver del Chirigua. Lo mató para quedarse solo con toda la plata. Seguro había creído que él era tan tonto como para querer bajar hasta la ruta y que lo pillaran mansito. No, él tenía sus propios planes para enseñarle a ese gaucho matón que a él no lo usaba nadie de forro para botarlo todo. El tal Pavón pensaba liquidarlos a los dos, a la vista estaba. Y lo del camión fue un puro cuento. Él era tranquilo y medio zonzo, pero que no lo vinieran a ventajear tan fiero. Ahora vas a ver, carajo, por dónde te sale el tiro.
En el cielo sin nubes, un pedazo de luna amarillenta ponía una ominosa claridad de cementerio sobre la tierra mojada.
Modesto Pavón se movía inquieto. Oteaba el camino, se asomaba por el ventanuco hacia la montaña o salía y daba un rodeo en atenta vigilancia. A ratos descargaba la mochila para descansar y se afirmaba contra la pared de piedra. Ni por un momento soltaba el arma. Su instinto presentía que algo lo acechaba, algo imposible de precisar pero que entrañaba un peligro muy próximo. Él estaba hecho al peligro. La vida delictuosa era su medio y lo único que conoció. Podía decirse que se había criado en la cárcel. Su padre estuvo preso tanto tiempo que para él pudo ser toda la vida. Su vida estaba marcada y su destino era el delito porque era hijo de un criminal. Y el hijo de tigre, tigre es, decían, negándole trabajo y confianza. Con este último golpe –el más comprometido– pensaba entrar a Chile y cambiar de vida. Sus años le pedían un poco de tranquilidad.
Tuvo de pronto la sensación de que algo, una sombra, había pasado frente al ventanuco y empañado por un instante la claridad lunar. Se asomó sigiloso. Sobre el perfil de una loma próxima, a contraluz, parecía recortarse nítida la figura de un emponchado en acecho. Levantó el arma y apuntó. En ese mismo instante un silbido o chistido como el que oyera la noche anterior con el Chirigua, le paralizó la mano con un escalofrío de miedo. Otra clase de miedo que él no conocía. Porque ahora se le venía a la mente la horrible sentencia del moribundo: el “futre”, el ánima de aquel pagador que asesinaron alevosamente para robarlo, por el camino a Cacheuta, una pila de años atrás cuando se construía la usina vieja. No, él no creía que el “futre” –vestía bien con sombrero hongo y poncho en invierno, decían, era hombre de ciudad– aparecía para vengar los crímenes de los asaltantes. No, sólo a los vivos había que temer. Por eso era mejor investigar. Salió cauteloso pegado a la pared del refugio. Dio un rodeo. Y ahora, desde otro ángulo lo que vio le arrancó un suspiro de alivio, porque lo que se le había figurado un hombre, no era más que un montón de pencas. Tranquilizado fue hacia el camino. Se aferraba a la esperanza de que Sosa hubiese conseguido algún vehículo. De lejos vería la luz. Desde el río, y a pesar del tumulto de las aguas, le llegó como un relincho ahogado, como un silbido triste o el ulular de un perro. De nuevo lo recorrió ese espeluzno frío y giró rápidamente para regresar. Entonces vio patente que un emponchado salía del refugio. Pero antes de que se lo tragara el ángulo de sombra de la pared, él disparó. Un quejido sordo, unos pasos rápidos sobre la piedra suelta y desapareció. Modesto pavón corrió hacia el refugio. Tropezó con algo al llegar. Era su mochila abierta a medio vaciar su contenido. ¡Lo estaban robando! Y no podía ser otro que Sosa, el único que sabía donde guardaba el dinero. Corrió pegándose a la pared y rodeó el refugio. Ahora estaba frente a los montes achaparrados que se extendían hacia la barranca. La luna macilenta brillaba sobre el metal de su carabina. Atensados todos sus músculos y su instinto, escuchaba. Le pareció oír un leve ruido de arrastre. Clavó los ojos hacia la dirección de donde parecía provenir. Entre un peñuscón de jarilla (4) percibió un bulto sospechoso. Levantó el arma y disparó. Tal vez los dos disparos –el de Sosa y el suyo– fueron simultáneos, porque Modesto Pavón no sintió nada más que un golpe violento en el pecho que le hizo soltar el arma. Alzó los brazos como si quisiera agarrarse de algo y se derrumbó de cara al suelo.
Un aullido más agudo que la corriente del río le llegó desde la barranca. Un espeluzno helado, el espeluzno de la muerte paralizaba su instinto. Se moría. Sabía que se moría. Otra vez el chistido o el silbido, ruidos de cascos, un relincho siniestro. Hizo un último esfuerzo y levantó apenas, la cabeza. Un emponchado pasaba al galope silencioso de su cabalgadura. Sintió un aire helado rozarle la cara mientras un silbido, mitad chistido, se perdía en la noche. Modesto Pavón clavó la cabeza en la tierra y con el resto de vida que le quedaba balbuceó:
–…¡el “futre”!


--------
En La enlutada, Buenos Aires, Losada, 1966.

--------
Notas:

(1) Futre: personaje de ficción en el folclore de Mendoza. Según las leyendas populares regionales, es un hombre sin cabeza que cabalga buscando ajusticiar crímenes. Se lo caracteriza vestido con ropas costosas (no es campesino, sino que vive en las grandes ciudades), montando entre los bajos de los cerros (donde todas las fechorías se ocultan) para cobrar venganza sobre aquellos que cometen asesinato, robo o cualquier otra índole de delitos.
Es evidente la semejanza con el headless horseman inglés. Algunos historiadores aducen que esto se debe a la llegada durante el s. XIX de contingentes extranjeros a esta provincia para realizar trabajos de minería, desde Inglaterra, quienes transportaron la historia (cfr. La narración de Washington Irving).
(2) Chirigua o chirigüe: Ave autóctona de Chile, comúnmente sobrevuela los campos.
(3) Chiñe: mal olor, generalmente producido por la cercanía de algún animal muerto en estado de descomposición, o su orina.
(4) Peñuscón de jarilla: la jarilla es un arbusto común en el monte mendocino. Peñuscón hace referencia, en este caso, a un tupido conjunto de estos arbustos.
Puede compartir este post a través del sitio de bookmarks de su preferencia.

Publicar un comentario