martes, 19 de octubre de 2010

Te invoco, Iverna...

La lluvia y el cielo son para mirarlos en silencio desde una ventana, como lo hago yo ahora, al levantar los ojos de estas cuartillas. No quiero hacer análisis, ni presagios ni elogios. Prefiero evocar en la mañana lluviosa a aquella niña de rostro fino, de ojos ausentes, de cabellos oscuros, que escuchaba mis clases con las manos cruzadas sobre el pupitre, mientras su alma de cielo y lluvia se buscaba a sí misma en el mundo doloroso y dulcísimo de los sueños.

En Prólogo a Canciones de lluvia y cielo (1946), Alfredo Bufano.


Iverna conoce. Sabe del rumor cantarín que hace el agua cristalina cuando se estrella entre las piedras de cualquier río mendocino. Entre los almendros y pinos de su infancia sanrafaelina, conforma a la joven que más tarde parirá al amor en Después del llanto, lúcida vertiente del torturado sentimiento adolescente.
Iverna Codina es, aunque olvidada injustamente, una clara y decisiva exponente de la literatura mendocina. Son sus tonos diáfanos, las tramas imposibles de desatender, una idoneidad ingeniosa frente al boom latinoamericano, determinantes complejos, los cuales fundan, refinan y estabilizan la valiosa estructura de su obra.
Cuando el exilio obligado llega, en épocas oscuras bajo el terrorífico Proceso de Reorganización Nacional, dejará los inspiradores amarillos de Mendoza para guarecer sus ideas en tierras mexicanas y cubanas, ejerciendo una fértil actividad literaria para el Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas (Cuba) o siendo partícipe de la revista Plural (México).
En la distancia, la etapa narrativa emerge fluida. Tal vez las remembranzas, la posesión onírica que asalta al desterrado tornándole dúctil arcilla de la memoria… Lo que sea, Iverna vuelve a Mendoza, específicamente se sitúa entre la frontera de Argentina y Chile. Su bolígrafo entiende la noche en los puestos, el trajinar constante de gendarmes, contrabandistas, arrieros. El trabajo forzado en la montaña; la tierra que se adhiere entre los dedos sin voluntad posible de escape hasta los varios kilómetros que separan la saciedad. Así, La enlutada es testimonio franco de su sabiduría.

A ella debemos una fotografía imperecedera de la frontera y su realidad en las letras de mi tierra. Contar apariciones, cualquiera cuenta; elucubrar supuestos hasta cerrarlos de forma coherente, también otros. Lo que pocos escritores logran es trasladar las minucias de propias experiencias para certificar el testimonio. Iverna puede (y lo hace) testificar.
Luego de interdicción, censura y persecución, esta escritora chileno-argentina regresa al país y recibe de la S.A.D.E el nombramiento honorario, pero poco divulgado, de su actividad escritora.
Los mendocinos poco la recuerdan; el país, nada.
Sin embargo, no pasó desapercibida para grandes oficiantes de las letras. Cortázar, Bufano, Ibarborou presenciaron su mundo, asintiendo unánimes la donosura que convergía entre sus sentidas oraciones. La autora de Canto Rodado, le dedicó:

Niña quieta y callada, niña de verso,
Que eres estoy segura, mimo de Dios;
Por el embrujo ese de que te hablo,
Hundiste en mí la flecha de tu canción.

Al fin se sabe poco; tal vez se intenta somera aprehensión. A Iverna Codina la conformidad se la concedió ser cabal observadora.


Obra

Poesía:
Canciones de lluvia y cielo (1946)
Más allá de las horas (1950)
Después del llanto (1955)
Poemas. Mendoza (1955)

Narrativa:
La luna ha muerto (1957)
Detrás del grito (1962)
La enlutada (1966)
La noche de las barricadas (1967)
La cruz negra (1975)
Los guerrilleros (1968)
Los días y la sangre (1977)

Ensayo
América en la novela (1964)

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Fuente de las citas e imagen Diario Los Andes Online
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