martes, 9 de junio de 2009

La obra - Marguerite Duras

La muchacha había entrado en la avenida, dirigiéndose hacia el hombre, y se le había adelantado. Luego, volviendo sobre sus pasos, había pasado nuevamente junto a él, había recorrido la avenida en sentido contrario y había penetrado en el bosque. En ese bosque se perdía la avenida.
Era ya tarde, poco antes de la hora de comer.
El hombre, por su parte, estaba echado en una «chaise longue» en la avenida, a medio camino entre la verja del jardín del hotel y la obra, y había visto cómo la muchacha salía del bosque. Maquinalmente la había seguido con los ojos. Se figuraba que regresaba al hotel, pero luego la había visto detenerse a algunos pasos de la verja que se abría al camino, volver sobre sus pasos y penetrar de nuevo en el bosque de donde saliera.
Pasó un rato, llegó la hora de la comida y se oyó la campana del hotel.
El hombre siguió tendido en su «chaise longue». Se preguntaba qué podría estar haciendo la muchacha, a aquella hora, en el bosque.
Al pasar, y luego al volver, ni siquiera había mirado al hombre. Al principio parecía tener prisa en regresar al hotel. Pero una vez se hubo detenido delante de la verja, al marchar de nuevo hacia el bosque, había parecido igualmente presurosa de volver inmediatamente a él. Lo mismo en un sentido que en otro, había caminado bastante deprisa, como si alguna fuerza desconocida la hubiera encerrado entre el bosque y la verja, y sin mirar nada, sin una mirada al hombre, cuyas piernas, sin embargo, se había visto obligada a rozar, puesto que éste, con su «chaise longue», ocupaba más de media anchura de la avenida.
La hora de la comida había llegado sin que el hombre viera volver a la muchacha.
Durante largo rato le pareció que ésta había dejado la avenida desierta, tan completamente como si el bosque se hubiera tragado incluso su recuerdo.
Y todavía se hizo más tarde. La hora de la comida se alejó.
El hombre seguía aguardando que la muchacha saliera del bosque.
No porque llamara la atención, ni porque se la hubiera llamado anteriormente. Pero la avenida se adentraba por el bosque y conducía a un pueblo distante varios kilómetros del hotel. Y la muchacha sólo podía estar allí, y el hombre se preguntaba qué espectáculo podía retenerla o qué podía tener que hacer en aquel bosque en lugar de regresar al hotel. A medida que iba cayendo la tarde y las sombras avanzaban, el hombre se hacía aquella pregunta con creciente curiosidad y cada vez le costaba más decidirse a volver al hotel.
Por fin, la curiosidad le acució tanto que se levantó y dio algunos pasos en la dirección que tomara la muchacha. No hubiera sido natural que se abstuviera de hacerlo después de haberse preguntado tantas veces qué había ocurrido con ella. Llevaba media hora, por lo menos, sin pensar en otra cosa.
La recordaba bien, no era especialmente hermosa, en absoluto. De no haber sido por aquella extraña conducta, por el hecho de hallarse tan tarde sola en aquel bosque y haber vuelto a él sin razón aparente, sí, de haber vuelto sin razón aparente a un lugar que acababa de dejar, y ello a una hora en que lo normal hubiera sido que estuviera en otra parte, en el hotel, realmente, de no haber sido así, la muchacha nada tenía de particular.

El hombre se adentró por la avenida. Se hallaba muy cerca de la obra cuando la vio salir del bosque. También ella tomó por la avenida, pero pronto se detuvo, a la altura de la obra.
El hombre aguardó. Seguramente ella no le había visto. Cada uno se hallaba en un extremo de la obra. Él se había detenido, se había vuelto hacia ella. Ella se había vuelto de cara a la obra y su traje claro destacaba sobre la masa oscura del bosque. Era casi de noche. El hombre sólo veía de ella el vago perfil de su cuerpo de pie, frente a la obra. Y entonces, aunque no la conociera ni más ni menos que a cualquier otra de las que vivían en el hotel, en cuanto la vio, aparentemente fascinada por aquella obra, sola, y tan tarde, se dio cuenta de que la sorprendía, sin querer, en uno de los instantes más secretos de su vida, y de que tal vez ni siquiera le hubiera bastado conocerla mejor para volver a captar aquel instante. Se hallaban solos, y juntos, él y ella, pero separados uno de otra, ante aquellas obras. Y el hecho de que ella lo ignorase aún, que de ella ignorase tan completamente la presencia de aquel ladrón, de aquel violador, despertó naturalmente en el hombre el deseo de dejarse ver.
Detrás de ellos, por la carretera nacional que les separaba del hotel, y casi continuamente, pasaban los autos, con todos sus faros encendidos. Entre éstos, entre aquel muro luminoso y sonoro y aquel bosque sombrío y silencioso, se había producido su encuentro.
El hombre aguardó todavía antes de dejarse ver. Permanecía inmóvil en el lado más próximo de la obra, mirándola. Y cuando se decidió a echar a andar, lo hizo tan lentamente que ella no se dio cuenta. El ruido de los autos cubría el de sus pasos. No tenía prisa. Ella, por su parte, dejaba pasar el tiempo. Seguía ignorando que ya no estaba sola. Acaso no había oído la campana del hotel. Quizá venía de la aldea que se hallaba al otro lado del bosque. Caminando muy deprisa, hubiera tenido tiempo de ir. Hacía casi tres cuartos de hora que había pasado por segunda vez, camino del bosque. Pero no tenía el aspecto de haber estado andando deprisa. Y ello era tanto menos probable cuanto que la avenida no conducía directamente a la aldea, sino que había que tomar por un sendero que ella no debía de conocer y que no hubiera podido descubrir ni siquiera volver a encontrar, una vez llegada la noche. No, lo que la fascinaba era aquella obra. La estaba contemplando, o por lo menos estaba mirando hacia aquel lado, totalmente absorta. Cuando el hombre llegó junto a ella, vio su rostro petrificado en una inmóvil intensidad, y tuvo la absoluta certidumbre de que lo que ella estaba mirando era la obra. La cosa le extrañó. ¿Acaso no se había dado cuenta de ella hasta aquella tarde? ¿Acaso él había tenido la suerte de hallarse presente en el momento en que la descubría?
La obra se extendía, desierta, con su manera algo especial de estar vacía, pero en fin, entre sus paredes claras no había nada digno de ser observado, o por lo menos, nada que pudiera sorprender. Quizá, después de todo, la muchacha no la había descubierto hasta aquella tarde.
—Perdone usted —dijo el hombre.
Ella se volvió, sobresaltada y le miró. La mirada seguía siendo muy abierta, pero ahora se había posado en el hombre.
—Perdone usted, soy uno de los huéspedes del hotel.
Ella dijo «¡Ah!» y maquinalmente, echándose a reír, se acercó al hombre.
—Perdone usted, la he asustado —dijo él.
Se había echado a reír, como ella.
—No es nada —dijo la muchacha.
No parecía ni asustada ni confusa de que él se le hubiera dirigido en aquella forma. Más bien parecía encontrarlo natural.
—¿Se había usted ya dado cuenta de estas obras? —preguntó el hombre.
—Es la primera vez —dijo ella—, hasta ahora creí que eran otra cosa. ¡Qué idea tan rara...!
—¿Idea rara?
—Es terrible —dijo ella—, ¡ y tan cerca del hotel!
El hombre vaciló.
—Perdone usted —dijo finalmente—, quisiera saber... yo la vi hace un rato... ¿Por qué se volvió usted atrás después de haber pasado por aquí?
La muchacha miró a otra parte.
—No lo había visto bien... No acabé de comprenderlo. Es una tontería, pero me parece que voy a marcharme del hotel.
El hombre intentó verle la cara, pero no lo logró. La muchacha caminaba con la cabeza vuelta hacia el otro lado, distraídamente. Sin duda no le había mirado.
Él seguía riendo.
—Todo el hotel conoce esas obras —dijo.
Habían llegado a la verja. Entonces pudo verle mejor la cara, a la luz del reverbero que había en el pórtico del hotel.
—No tienen nada de particular —dijo el hombre riendo más fuerte—, de vez en cuando hay que hacerlas.
La muchacha se rió a su vez. Su risa no expresaba ni ironía, ni confusión, ni coquetería, sino sólo cierta incertidumbre, relacionada sin duda —¿pero cómo saberlo?— con lo que acababa de decir.
De esa manera empezaron las cosas, entre ellos dos. Hacía ya tres días, durante los cuales sólo la vio de lejos, a la hora de las comidas.
Durante la primera noche que siguió a su encuentro, el hombre creyó que ella llegaría quizá a dejar el hotel de resultas de haber descubierto aquella obra. Semejante temor era quizá también, en cierto modo, una espera. No le hubiera desagradado verla llevar la originalidad hasta el extremo de marcharse del hotel sin otra razón que la proximidad de aquello.
Esa espera era contradictoria, y si hubiera resultado confirmada el hombre hubiera tenido pocas probabilidades de volver a ver a la muchacha. Pero en aquel momento, estaba todavía imaginando que la idea de su marcha llegaría a parecerle aceptable.
Desde el día que siguió a su encuentro, había empezado a aguardarla en la avenida. Ella no compareció. A mediodía volvió a verla a la mesa como de costumbre y encontró que, por lo menos en apariencia, nada en su rostro ni en sus gestos, ni el menor apresuramiento ni la menor inquietud, indicaba la intención de marcharse. Se dijo que lo que debía de resultarle penoso era únicamente ver la obra, y que después de su encuentro el día anterior probablemente habría decidido no volver hacia aquel lado del valle. Y efectivamente se esforzaba en ello. Pero desde el momento que no había dejado el hotel ni parecía haber decidido abreviar su estancia, sin duda sería porque había logrado superar al menos el pensamiento de que la obra estaba allí cerca.
Ese éxito, esa pequeña victoria sobre su miedo hubiera podido darle a los ojos del hombre cierta apariencia de trivialidad. Pero no fue así. Si quizá le decepcionó un poco el volverla a ver a la mesa al día siguiente al de su encuentro, la decepción no duró. Era poco probable, se dijo, que la muchacha hubiera pensado que en cualquier otra parte, en algún otro sitio tranquilo en que pudiera hallarse, siempre existiría la probabilidad de encontrar algo del mismo género que aquellas obras. Evidentemente, eso debía de saberlo. Debía de haber comprendido de una vez para siempre que aunque aquellas obras, a pesar de lo que él le había dicho, no fueran una cosa realmente corriente, en el mundo existían bastantes otras cosas de igual naturaleza para ahuyentarla de dondequiera que fuera a ocultarse. Y en el fondo, su éxito demostraba que en verdad lo sabía. Que, a pesar de todo, estaba lo bastante acostumbrada a tales cosas como para saber que hubiera sido pueril y vano huir de ellas y dejar, sólo por su causa, el hotel donde ahora se hallaba. Pero, ¿era eso valentía, era una forma de constancia o de lucidez? No, en absoluto. Era la trivialidad de todos.
Dos días después de su encuentro, su deseo de volverla a ver había aumentado. No la vio en la avenida donde la estuvo aguardando como el día antes, sino únicamente en el comedor, a las horas de las comidas. Y entonces, ya, se confesó a sí mismo que aquella pequeña victoria sobre sí misma tenía sus ventajas, ya que sin ella no hubiera tenido ninguna ocasión de volverla a ver. Y reconoció que se alegraba. E incluso llegó a decirse que, por lo demás, si ella no hubiera superado la turbación que en ella provocaba la visión de cosas parecidas a aquella obra, probablemente no hubiera podido vivir hasta su encuentro. No cabía duda de que, a fuerza de huir de todas las cosas de aquel género, no hubiera podido encontrar finalmente otro refugio que la propia muerte.
No, también ella tenía su cordura. Y era preciso reconocer, en definitiva, que la posibilidad que él tenía de volverla a encontrar dependía precisamente de aquella parte de ella que al principio había juzgado un poco lamentable al volverla a ver a la mesa el día siguiente al de su encuentro, es decir, de aquello que le había parecido poder designar como su imperfección.
Y si, a pesar de todo, le quedaba aún algo de aquella primera y ligera decepción, no era sino a trueque de que ésta hubiera cambiado de carácter. El hecho de que ella no hubiera resultado ser exactamente según él la deseara el primer día después de su encuentro, ese ligero defecto, la hacía más singular a sus ojos, más próxima, por lo mismo que indudablemente era más real. Y en el fondo, su existencia resultaba más asombrosa aún. De tal modo que aquel encuentro, insensiblemente, dejaba de ser, para el hombre, un acontecimiento de su espíritu para pasar a ser un acontecimiento de su vida. Había dejado de verla como espectador exigente, de los que no se conforman sino con la perfección, siendo así que semejante perfección sólo puede esperarse del arte.
Su deseo de conocerla crecía de día en día, y aun de mediodía en mediodía.
Ello se debía sencillamente a que había tenido la valentía de aceptar una primera desilusión, como ella había tenido la valentía de aceptar la obra. Pero la complicidad ideal que nacía de aquella pequeña mengua común de valor compensaba ampliamente tal decepción. O mejor aún, eso mismo, esa decepción del primer momento, se convertía en algo alentador. El mero hecho de que hubiera sido posible ya bastaba.
Aun cuando hubiera llegado bastante rápidamente a ver las cosas de ese modo, no por ello dejó de hacer como si todavía esperara poder asistir de nuevo al espectáculo iniciado la otra tarde. Empezó a aguardarla todas las mañanas y todas las tardes, en la avenida, de cara a la obra. La muchacha, empero, no pasaba. Pero él se obstinó, llegando exactamente frente a la obra, como si no hubiera querido perder una sola probabilidad de ver continuar la
acción empezada, en el escenario mismo en que empezara. Tres días pasó haciéndolo así y durante aquellos tres días sólo la vio a las horas de las comidas, de lejos. Nunca apareció por la avenida.
Las mesas del comedor estaban dispuestas en seis filas, a cuatro por fila, de un modo regular, en una espaciosa sala prolongada por un mirador de cristales. El tal mirador tenía forma de rotonda y las mesas que había allí, más pequeñas que las del comedor, estaban reservadas a los clientes que estaban solos. Su disposición era en círculos concéntricos, siguiendo la forma de la rotonda. En una de esas mesas se hallaba la muchacha. Y también allí estaba la que ocupaba el hombre; pero, por fortuna, en el lado opuesto y hacia el interior. De tal modo que la muchacha, que se encontraba en plena luz contra la vidriera, tendía naturalmente a mirar hacia afuera, hacia los campos de tenis que se extendían ante el hotel, y todavía podía darse menos cuenta de que la observaban.
A la mesa próxima a la de la muchacha se sentaba una señora sola, con su niño. Era una criatura caprichosa a quien su madre estaba casi a cada momento divirtiendo o regañando, alternativamente, para que comiera. A veces, sin embargo, el niño se olvidaba y se ponía a comer por sí solo. La muchacha observaba entonces la distracción del pequeño con tanta atención que el hombre podía permitirse mirarla sin el menor reparo. Luego, cuando el niño se levantaba y empezaba a jugar por entre las mesas, la muchacha dejaba de prestarle la menor atención.
Aparte de esos momentos, el hombre la miraba de tal modo que hubiera sido difícil que ella se diera cuenta. Además, la colocación de las mesas que ambos ocupaban la situaba dentro de su campo de visión, permitiéndole mirarla sin volver la cabeza. Le bastaba con levantar los ojos para divisarla en el último término, de perfil, entre otros dos huéspedes. Éstos no le estorbaban apenas. Se hallaban de cara a la muchacha, de modo que no podían observar la mirada del hombre, que pasaba por en medio de los dos, y no hacían sino protegerla aún mejor. El hombre se decía que ella se fijaba muy poco en las cosas en que uno suele fijarse, como por ejemplo, en su mirada, pues, por hábil que fuera y por bien protegida que estuviera, otra se hubiera dado cuenta. La muchacha, no. A pesar de todo, el hombre tomaba grandes precauciones para que no se diera todavía cuenta de la vigilancia a que él la sometía.
Esas comidas le brindaron ocasión para hacer respecto a ella muchas observaciones. Para observar, por ejemplo, su modo de comer. Comía con apetito, atenta y regularmente. Que con aquel cuerpo tranquilo, regularmente ávido de alimentos, hubiera rechazado la visión de las obras, era algo que al hombre le complacía. Que aquel temor se hubiera infiltrado precisamente en aquel cuerpo, que aquella salud se hubiera aliado a aquella negativa, era algo que le exaltaba. Cada vez que lo comprobaba de nuevo, a la hora de las comidas, se entregaba por un instante al mismo arrobamiento, a la misma tranquilizadora impresión. Era maravilloso que una sensibilidad tan rara tuviera a su servicio tanta fuerza generosa y natural. Así, su mismo miedo, en lugar de tomar quién sabe qué morboso cariz, venía a ser como el extremo más precioso de aquel impulso de vigor animal, de aquella avidez de la cual la muchacha era también capaz de brindar el espectáculo.
De igual manera que comía, con insistencia, con avidez, a veces miraba también con los ojos del cuerpo cuanto ocurría en torno a ella en el comedor. Sus ojos se posaban, se retiraban, volvían a posarse y escrutaban con una especie de suavidad que hubiera podido hacer creer que padecía una ligera miopía. Pero no se trataba, el hombre estaba convencido de ello, más que de una especie de segunda mirada que seguía a la primera, la cual era, por el contrario, asombrosamente clara. Más bien se habría dicho que la muchacha examinaba regularmente, en cuanto había observado algo, el efecto íntimo que lo que acababa de ver le causaba. Y luego volvía los ojos hacia afuera, hacia los campos de tenis y los dejaba vagar por allí. Cualquiera que fuese la escena, la cosa o el rostro que había mirado, al cabo de un momento lo dejaba para mirar hacia el tenis. Los campos de tenis eran seis, agrupados de tres en tres en un inmenso cuadrilátero cerrado por telas metálicas. En general estaban ocupados toda la mañana y toda la tarde hasta última hora. Sin embargo, a veces, incluso durante el almuerzo había aficionados que seguían entrenándose. El comedor del hotel estaba ligeramente más alto, y desde él se podían oír las frases impersonales y mecánicas de los jugadores anunciando los tantos, atenuadas por la distancia pero aun así muy claras. Uniformemente vestidos con pantalones blancos y camisas de manga corta de igual color, apenas se distinguían unos de otros y, a aquella distancia, sus respectivos méritos se anulaban, confundiéndose en el constante ir y venir de sus pelotas, el espejeo de sus raquetas y sus gesticulaciones aparentemente gratuitas. Siempre había espectadores junto a las vallas de tela metálica, siguiendo detenidamente uno u otro de los partidos que se jugaban. Pero desde el hotel sólo se podía apreciar el conjunto del espectáculo. Los demás días, mientras comía, el hombre miraba de vez en cuando los «courts», como tantos otros clientes del hotel, preferentemente los que estaban solos. Ahora todavía seguía mirándolos. Pero mientras, hasta entonces, sólo había percibido lo absurdo del espectáculo, ahora le gustaba verlo: continuamente allí, a todas las horas del día, en el ejercicio de una especie de lúcida pasión, los jugadores se instalaban naturalmente en la interminable y exaltante duración de su espera.
En el interior, parecía que ella, cuando no miraba al niño, mirara sobre todo a los hombres, especialmente a los que tenían sus mesas en la rotonda. Pero no parecía aún haberse dado cuenta de él. Su mesa se hallaba al otro extremo, un poco retirada hacia la entrada del comedor y, aunque ya fuera de la penumbra interior, ocupaba el lugar más discreto de aquella jaula luminosa. Sin embargo, estaba allí con ella, él a quien ella esperaba y que le estaba destinado. La muchacha sin duda ignoraba todavía que él se hubiera fijado en ella, que existiera un hombre a quien ella convenía. Cuando miraba a los demás, el hombre se alegraba. Sabía que ninguno de ellos podía gustarle por completo. A él, en cambio, le bastaría, para hacérselo comprender, con surgir en la rotonda, mirarla y sonreírle de modo que ella pudiera darse cuenta de que aquella sonrisa era la misma que la del otro día junto a la obra, y que sólo se había interrumpido porque él había querido no dejarlo adivinar, pero que en realidad no había dejado de caminar entre ellos, como un invisible manantial, desde el primer día. Esa ignorancia aparentemente total de lo que había ocurrido entre ellos tres días antes, a propósito de la obra, la aureolaba con una facultad de olvido que a él le hacía el efecto de una ingenuidad adorable y que sólo era sensible para él. Era necesario que ella supiese al menos que sólo podía ser sensible para él.
Tales observaciones le reconfortaban. Además, cada una de las observaciones que pudo hacer acerca de ella durante aquellos días le tranquilizó. También le extrañaron porque todas ellas contribuían a hacerla más parecida a tal y como él había deseado que fuera desde el primer día. Decididamente, lo era. Lo era tanto como era posible serlo, sin haber huido del hotel.
Desde su encuentro, el hombre no había oído más su voz, pero las palabras que pronunciara en la avenida, frente a la obra, y el orden en que las había pronunciado, volvían a menudo a su memoria. No se detenía en buscarles sentido: eso era ya inútil; sino que probaba una y otra vez a volverlas a oír impregnadas de su voz, de su mirada, del andar de su cuerpo a su lado en el momento en que las pronunciaba. Si había tenido la suerte de oírlas fue porque se encontraba allí, junto a la obra. Pues cualquier otro que él la habría hablado la otra tarde; a cualquier otro le hubiera sido imposible obrar de otro modo. Y ella, a su vez, habría contestado a quienquiera que se hubiera encontrado allí, en su lugar, y que aquel día le hubiera dirigido la palabra. Pero cualquier otro hombre quizás no hubiera aguardado como lo había hecho él la primera tarde y sobre todo como lo estaba haciendo después, para volver a hablarle. Por ello creía que ella no había podido tener mejor suerte que la que tuvo con él, para confesarle lo que le había confesado, y que nadie podía mejor que él recoger confesiones semejantes.


Habían transcurrido cinco noches y cinco días desde su encuentro. Cuando ella se iba después del almuerzo, él no la seguía. Sólo la veía a las horas de las comidas. Eran ya nueve las veces que ella se había sentado a su mesa en la rotonda y que él la había observado. Nadie más que él en el hotel parecía haberse fijado todavía en ella.
Cuando él llegaba al comedor, ella ya estaba. Durante cinco días estuvo en todas las comidas y siempre llegó primero. Siempre sola a su mesa. Aparentemente no tenía nada de particular. No era precisamente hermosa. Y su modo de portarse no era el de una mujer que se sabe hermosa o que desea parecerlo. En el hotel había otras muchas mujeres más hermosas y a quienes los hombres se dirigían. Ella las miraba y, como todo el mundo, debía sin duda de encontrarlas hermosas, ignorando que ya era para él mucho más hermosa que las más hermosas de entre las que a ella le parecían tales. ¿Cómo era? Alta. Tenía el cabello negro. Sus ojos eran claros, su modo de andar algo pesado y su cuerpo robusto y aun quizás algo macizo. Llevaba siempre trajes claros, como las demás mujeres que como ella habían ido a pasar las vacaciones al borde de aquel lago.
A decir verdad, jamás la había visto muy bien, o nunca de bastante cerca, con excepción de la primera vez, pero entonces fue en la sombra. Y todo cuanto hubiera podido decir con seguridad es que una vez le había visto los ojos, o por mejor decir la mirada, cuando la apartó de la obra. Y ya no la podía olvidar. Se decía que no recordaba haber visto a nadie, antes de ella, que se sirviera de la mirada con tanta naturalidad. No creía engañarse. «¿Y por qué no? —se decía—. ¿Por qué no había de ser la primera vez?»


Todas las mañanas y todas las tardes, con un libro en la mano, se pasaba varias horas viendo cómo adelantaban las obras. Seguía esperando que ella volviera hacia la avenida, hacia su espanto. Pero la muchacha no volvía aún.
La construcción de las nuevas paredes progresaba, pero todavía se veía muy bien el interior de la obra. Una parte era evidentemente antigua. Se distinguían muy bien, por un lado, el antiguo recinto, y el espacio completamente ocupado que encerrara, y por el otro, el recinto nuevo, con su espacio virgen aún, que nada indicaba que hubiera de emplearse algún día, excepto el hecho de que cada vez estaba delimitado con mayor precisión por las nuevas paredes con que los obreros prolongaban las antiguas y que evidentemente deberían cerrarse alrededor de aquél por medio de otra, cuyo futuro emplazamiento no quedaba todavía marcado con certeza.
Eran unas obras como tantas otras. De curioso destino, eso sí, que demostraba a maravilla el desarrollo de la virtud de la previsión en el hombre, por cuanto la misma resultaba ejercitarse allí con una placidez bastante sorprendente, después de todo. Los obreros que allí trabajaban se comportaban con tanta naturalidad como si hubiesen estado dedicados a otro trabajo cualquiera de cavazón o de albañilería.
Incluso se mostraban más bien alegres y tranquilos. A veces, uno u otro liaba un cigarrillo y se lo fumaba, sentado en una piedra. Tales momentos eran, aparte del almuerzo a mediodía, sus únicos ratos de descanso. Había obreros que acarreaban arena y piedras del torrente seco que bordeaba la avenida, y los había que preparaban la argamasa. Otros tendían cordeles con gran minucia. Sólo éstos parecían animados por una misteriosa voluntad. Sólo ellos sabían hasta dónde debía extenderse la nueva construcción y qué estaba destinada a albergar. Tendían cordeles de un punto a otro del prado, más allá de los límites de la construcción antigua. Luego, otros obreros empezaban a cavar a lo largo de los cordeles tendidos. Una parte del prado se hallaba ya cerrada por el conjunto que formaban los muros, las zanjas y los cordeles. La obra se reducía a la construcción de aquellos muros que pretendían encerrar para siempre una parte del prado. La porción que se había decidido encerrar así era poco más o menos de igual importancia que la que el antiguo recinto había contenido hasta entonces. La pared que había sido derribada permitía ver perfectamente esa parte antigua, totalmente utilizada y adecuada en cada uno de sus metros cuadrados a un mismo destino, que cumplía poco a poco según un ritmo imprevisible pero fatal.
Lo que aquellos obreros estaban haciendo estaba claro desde hacía mucho tiempo para el hombre, el cual no experimentaba la menor congoja viéndoles trabajar. A lo sumo cierta amargura se mezclaba a su tranquilidad cuando se daba cuenta de lo profundamente tranquilo que estaba. Por su edad y por razón de su experiencia, no tenía tendencia a turbarse por tan poca cosa. Pero ahora hubiera sido menos susceptible de ello que nunca, pues desde su encuentro con la muchacha aquel trabajo no era para él lo que en realidad era. No le encontraba significado ninguno independiente de ella. Era, ante todo, la obra que la había turbado a ella. Los agrimensores eran sus cómplices. Los golpes de laya de los obreros cantaban a sus oídos, e incluso el nombre de la muerte que evocaban era para él un canto a la turbación de ella. Dicho de otro modo, el pensamiento de que podía turbarla hasta tal punto la tranquila visión de semejante cosa exaltaba al hombre mucho más de lo que, a partir de aquel momento, pudiera molestarle la vista de aquella obra. Sin duda, las razones de aquella turbación, hubiera podido decirlas, pues las conocía tan bien como se conocía a sí mismo. Hubiera podido decirlas extensamente, pues todas aquellas razones dormitaban en él, como sin duda en cualquier hombre, en el lento balanceo de los días de su vida. Pero, que existiera un ser a quien le resultara imposible soportar la visión de aquella obra, le ponía a cubierto de la tentación que quizás hubiera tenido, de no haberse producido aquella imposibilidad, de experimentar a su vez otra de igual género, y de repetirse en vano sus razones.
El hecho de que ella lo hubiera visto le relevaba de la obligación de verlo a su vez. Era una suerte, se decía, ver así una cosa según la veía otro.
Así, poco a poco, el hombre se iba oscureciendo. Dejando el mundo de las ideas claras y de los significados claros, iba hundiéndose lentamente cada vez más en las selvas rojas de la ilusión.
Liberado de una realidad que, si sólo le hubiera concernido a él, le habría subyugado, el hombre tendía cada vez más a no ver en las cosas más que signos. Todo se convertía en signo de ella o para ella. Signo de indiferencia de ella para con él o para con las cosas. Le parecía que la muchacha filtraba, por así decirlo, sus días y sus noches, que ya sólo llegaban hasta él transformados por la manera como imaginaba que ella los vivía.
Desde hacía dos días, no obstante, cuando el hombre entraba en el comedor y ella estaba ya en su sitio, todavía no servida, la veía volver maquinalmente la cabeza hacia él, aunque sin acabar de fijar en él la mirada. En la indiferencia de aquel mirar incierto, el hombre comprendía que ella no juzgaba conveniente reconocerle. ¿Le reconocía, más o menos? Acaso ni siquiera conservaba el recuerdo de aquel encuentro. Cosa rara, casi se alegró de que no le reconociera. Se dijo que si tenía que reconocerle, quizás era preferible que fuera en otra ocasión. De ese modo, ella le dejaba la iniciativa. Le reconocería cuando él quisiera. Y como estaba seguro de que tarde o temprano había de ser así, se dejaba llevar por la sensación, que no dejaba de infundirle cierto miedo, de que sólo de él dependía, en absoluto, que se produjera un acontecimiento totalmente necesario. Ello le hacía perder algo de su habitual pereza.
Cada vez que penetraba en el comedor, temía que, en el entretanto, ella se hubiera marchado del hotel. Pero ella estaba cada vez allí, y él suponía que se quedaría algún tiempo aún, puesto que había llegado sólo algunos días antes de su encuentro. A pesar de todo, estaba intranquilo. ¿De cuánto tiempo disponía todavía?


La cuestión de esa marcha posible a cada momento se le planteó cierta noche de un modo particularmente preciso. Pensó en todas las razones que ella tendría para marcharse. Estaba la proximidad de la obra, y estaba también el aburrimiento de sentir que nadie compartía con ella aquel malestar. El hombre se echó en cara no haberle hablado todavía, prolongando así el dudoso placer que le producía el no decidir nada. No tenía el menor pretexto para retrasar el momento. Sencillamente, siempre era posible dejar aquel momento para más tarde. Al pensarlo aquella noche tuvo miedo. Al pensar que quizás no conocería nunca a la muchacha, el fantasma de su propia forma solitaria surgió de las tinieblas, y el hombre tuvo miedo de odiarse si llegaba a encontrarse en un abandono tan completo, y por su propia elección. Le hubiera gustado que aquel miedo se desarrollara y se precisara, pero el miedo se burlaba de él y no hubo modo de lograr aquel deseo. Quizá se trataba en realidad de una reaparición, bajo un nuevo aspecto, de aquel miedo que gracias a ella no sentía ante la obra. Sí, era muy posible que aquel miedo nocturno fuera la misma cosa que el miedo que ella, por su parte, sólo sentía ante la obra.
Acabó por tranquilizarse. Se dijo que ella no podía marcharse antes de que entre los dos ocurriera algo, y que ello no podía ya tardar, y que el miedo que acababa de sentir era precisamente uno de los signos de que aquel momento se acercaba. Pero requirió más tiempo que de costumbre para recobrar la serenidad.
Al día siguiente, después del almuerzo, se halló no lejos de ella en el salón de fumar. En general, ella no se demoraba después de las comidas y se volvía a su habitación o salía en cuanto había terminado. Aquel día, quizás por aburrimiento, se quedó un rato.
Estaba de espaldas a él, y la vio que llevaba el pelo negligentemente anudado cerca de la nuca. Era la primera vez, desde su encuentro, que la tenía tan cerca. La primera vez que estaba tan próxima a él que le hubiera bastado un gesto para tocarla. No pensó seriamente en hacer tal gesto, pero sí se le ocurrió que hubiera podido, por ejemplo, de haberlo querido, al levantarse para salir del salón de fumar, rozar el codo de ella, que reposaba en el brazo de un sillón. No hizo ese gesto. Se quedó sentado donde estaba. La miraba, miraba aquel pelo descuidado, aquel pelo que ella descuidaba. No creyó que aquellos cabellos estuvieran menos cuidados aquel día que otro cualquiera. Por el contrario, pensó que siempre debían de estar igual. Aquel pelo debía estar siempre a punto de desatarse. Cuando ella movía un poco la cabeza, su masa hacía el mismo movimiento, acariciándole la nuca, sólo parcialmente oculta.
En un momento dado ella se inclinó hacia adelante y el pelo se le levantó. El hombre pudo ver que el cuello de su blusa estaba ligeramente sucio, en el interior, por el roce con la piel.
Ello le produjo de pronto una grandísima emoción. La visión de aquel cuello rozado y sucio, de aquella nuca medio oculta por los cabellos, de aquella ropa, de aquellos cabellos y de aquel cuello que la podían ensuciar, todas aquellas cosas que sólo veía él, que ella no sabía que viera y que él veía mejor que ella, todo le hizo revivir la situación que conociera la tarde de su encuentro, frente a las obras. Era como si hubieran sido dos los que vivían en aquel cuerpo que ella tenía y como si ella lo ignorase todavía en aquel momento.
Durante la noche que siguió a aquel día, el recuerdo de aquel minuto adquirió en él el ritmo del deseo. Ya no vio sólo en él el signo de una negligencia que coincidía con lo que de ella imaginara. Aquel detalle le daba una realidad inmediata de la que hasta entonces había carecido y a cuyo pensamiento él supo que ya no podría escapar. Sin duda él la había estado deseando desde el primer día, desde el primer momento, desde que los dos se habían encontrado solos en la avenida, en la sombra. Pero aquel deseo, ahora, se había avivado repentinamente tanto que el hombre llegó a desear que todavía sintiera menos apego del que sentía por la vida que se vivía en ella. Así, llegado el momento, podría sorprenderla aún más enteramente, usar de ella más plenamente aún, disponer más totalmente de aquel cuerpo que había permanecido hasta entonces en aquel soberano descuido en que él lo había sorprendido ya.
Aquella noche le fue difícil dormir. Estuvo considerando su propio cuerpo herido por el deseo. Verlo, era ya como si viera el de ella, como si los brazos de ella hubieran pasado a los suyos. Se abandonó. Su cuerpo, dotado de voluntad y de palabra, decía serenamente que la deseaba. Lo decía con mucha mayor serenidad de la que hubiera tenido él. Entonces, como jamás hasta aquel momento, el hombre se sintió unido a sí mismo por efecto de una violencia calmada y tranquila.
No estaba tan ciego que no se acordara de haber experimentado aquel mismo sentimiento con respecto a otras mujeres. Con todo, estuvo contento de sentirse capaz de volverlo a experimentar, y esta vez con una plenitud de la que no encontraba ni intentaba encontrar en su memoria ningún equivalente. Y tampoco le desagradaba ser todavía capaz de creer que jamás había conocido más que palidísimas premoniciones de lo que hoy estaba viviendo.
Aquella noche, sin embargo, no bastó para hacerle tomar la decisión de dirigirle la palabra. Es cierto que la vida del hotel le brindaba pocas ocasiones de hacerlo. Pero todavía no lo había decidido. No se trataba de su habitual flojedad. Era como si de golpe hubiera gustado el filtro de la paciencia, la voluptuosidad de la paciencia.
Después de almorzar, más de la mitad de los clientes del hotel se reunían en el salón de fumar y pasaban allí parte de la tarde. También ella parecía ahora haberse acostumbrado a quedarse un rato. Pero aquel lugar no le parecía propicio al hombre para hablarla de un modo que les conviniera a los dos. Aun a trueque de arriesgarse a perderla no hubiera querido correr el riesgo casi igual, en su opinión, que suponía hablarla en público y llamar la atención sobre ella. Todavía nadie en el hotel parecía haberse fijado en aquella mujer que se encontraba sola entre todos. Es verdad que nada había en ella que pudiera atraer una mirada desinteresada; nada si no era, en todo caso, el ligero descuido de su traje y de su porte. Pero tampoco nada impulsaba a creer que estuviera decidida a rechazar todo contacto. El interés incomprensiblemente escaso que la muchacha despertaba tranquilizaba al hombre respecto al carácter perfectamente secreto de la atracción que ejercía sobre él y sólo sobre él. El hecho de que fuera tan poco notable a primera vista no hacía dudar de ella, ni mucho menos; pero también había algo extraño en aquella especie de incógnito. En efecto, no sólo los demás ignoraban su existencia, sino que ignoraban también que él la conociera. Y como consecuencia, él no sólo no se atrevía a romper aquella especie de hechizo que la permitía pasar inadvertida, como si gozara del don de la invisibilidad, sino que se consideraba unido a ella por una especie de complicidad extraordinaria, dado lo escaso de las relaciones que entre ellos habían existido.
No, aunque fuera exponiéndose a perderla, jamás le hubiera hablado en público. Tan raros como los lugares eran los instantes que el hombre juzgaba propicios para tal encuentro.
Ahora, las horas más favorables le parecían ser algunas de la noche, aquellas en que el hotel permanecía silencioso, horas antes del amanecer, cuando los roncos ladridos de los perros entraban por la ventana abierta, confirmando aún más la certidumbre de la noche. Aunque siguiera aguardándola regularmente en la avenida, parte de la mañana y de la tarde, ahora creía que las horas más convenientes eran aquellas últimas de la noche, las más desiertas. En aquellos momentos el hombre, estremeciéndose, desvelado, se levantaba, como si las evidencias nocturnas le hiciesen poner de pie. Y erguido en la oscuridad, medio desnudo, lamentaba no lograr encontrar que cupiera entre las cosas posibles el entrar en el cuarto de ella y decirle: «Perdone usted, soy ese huésped del hotel, ¿sabe usted?, que...»
Pese a todos los obstáculos imaginarios o reales que le separaban de ese segundo encuentro, pero tanto más insuperables cuanto que le parecían depender quizá únicamente de las suposiciones que él sabía que infaliblemente haría, no perdía las esperanzas de lograr su propósito. Antes al contrario, si dejaba de pensar en él y de hacerse preguntas, volvía enseguida a tener la certeza absoluta de que cada día se hallaba más cerca. Entonces sabía que si cedía a la impaciencia y rompía el hechizo, obedeciendo a los imperativos nocturnos, perturbaría la marcha de una necesidad, por lo demás ineluctable, que trabajaba en su favor. Pero sólo lo sabía en los momentos en que había dejado de pensar en ello.
El término de su existencia, al mismo tiempo, le parecía haberse aproximado de un modo curioso. Durante las últimas semanas, cada vez que pensaba en él, aquel término se confundía con un plazo a la vez más alejado y más seguro. Ahora, se confundía con el momento en que la conocería. Ese momento estaba próximo, pero el término, en sí, era cada vez menos probable. El hombre dejaba de comprender el significado de todo ello. Como si, en aquel momento, se dispusiera a durar tal y como era, a sobrevivirse, relevado de todos sus deberes y de todos sus cuidados.
Su porvenir se abría sobre una especie de duración oceánica. Y él se presentaba liberado incluso de aquella obligación de esperar, que ordinariamente no se desvanece sino en el momento de la muerte. Sin duda no hay por qué esperar cuando se tiene ocasión de perder la vida en la muerte, o en otra persona. Y hubiera podido creerse, desde fuera, que el hombre se abandonaba verdaderamente a la desesperación, que ya no tenía ante sí más que el último de todos los plazos: la muerte. Ya no se soportaba más que a solas, huía de todas las personas que había conocido en el hotel, comía como en sueños, permanecía días enteros contemplando las obras y en su rostro se dibujaba la inmóvil crispación de las congojas mortales. Tal vez sería porque ella estaba tan familiarizada con la muerte. El momento en que la alcanzaría había pasado insensiblemente a sustituir en él al verdadero plazo de la muerte. Sin duda por esta misma razón, en cambio, aquel momento no le parecía implicar ningún porvenir.
Seguía ignorando si ella se había fijado en él. Nada, en su actitud, podía hacerlo creer. Esa incertidumbre no le preocupaba, en realidad. Estaba seguro de que ella le aceptaría, de que ella aceptaría a quienquiera que la aceptara a ella imperiosamente. Y sobre todo a partir del horror que ella sentía por las obras. En este punto estaba tranquilo. La creía incapaz de hacer nada para llamar la atención, pero no la creía tampoco capaz de escoger. Sus preferencias, como sus terrores, debían de ser súbitas, pasivas e insuperables.
Cuando por la noche volvía a su cuarto, el hombre llevaba tras sí, ahora, un día fecundo. Todas las noches llevaba consigo algo de ella. Y permanecía despierto hasta muy tarde.
Cada noche volvía a inventarla, a veces a partir de los aullidos de perros tenebrosos, otras veces a partir de la rugiente ascensión del alba o simplemente de su mano vacía que vagaba a su lado, en la cama.
No hacía nada. Ya no leía. Los libros que se había llevado consigo, no los abría ya. Era incapaz de pensar ni un momento en nada que no fuera aquel acontecimiento en curso de su propia historia. Cualquier otro, por grande, noble y considerable que fuera, le resultaba insuperablemente diferente.
Si algunas veces se sentía culpable en este sentido, no carecía tampoco de cierta satisfacción. La había encontrado por casualidad, al atardecer de un día cualquiera, y se había iniciado en su drama en el momento en que éste alcanzaba su expresión más fuerte, dentro de la mayor sencillez. Por la ingenuidad digna de amor que suponía, ese drama poseía no sólo una anterioridad abrumadora respecto a todos los demás, sino también, a sus ojos, la primacía propia de lo menos enunciado sobre lo enunciado. Nada podía hacer ante ello. Además, el goce que experimentaba al comprobar que descuidaba los demás dramas en favor de aquél era también el placer de un desquite. Y llegaba a decirse que la complacencia con que hasta entonces se inclinara sobre los de los demás quizá sólo se debía a la ausencia de drama en su propia vida.
Lo que de ella sabía, poco, asombrosamente poco, le había bastado para conocerla. A causa de aquella obra que había allí, junto al hotel, todo cuanto ella tenía que decirle, se lo había dicho con la perfección de las confesiones sencillas. En verdad todo era sencillo. Por lo mismo, el hombre pensaba que cuando se encontrarían, sus palabras estarían lejos de adquirir la misma importancia que sus gestos o sus miradas.
Y ocurrió como él había pensado.
Ella volvió a pasar por la avenida.
Faltaba poco para las doce. Los obreros no habían aún abandonado el trabajo. La muchacha abrió la verja y echó a andar por la avenida donde el hombre la estaba aguardando desde hacía diez días, todas las mañanas y todas las tardes. Cuando apareció, el hombre tuvo la certeza de no haber jamás dudado de que volvería. Desde el primer día, sabía que no resistiría a la necesidad de ver de nuevo aquella obra, tan cerca del hotel. Y por fin supo por qué, a pesar de las razones que había estado dándose, había persistido en aguardarla en la avenida.
Mientras ella se adelantaba hacia él, él permaneció tendido en su «chaise longue».
Esta vez, fue ella la que se detuvo ante él. Miró a los obreros y no anduvo más lejos. Daba la impresión de que se esforzaba por contenerse. Su mirada no era la misma que la de la tarde de su encuentro: era menos fija, pero más tensa, más controlada.
Hacía un día espléndido en todo el valle. Los obreros trabajaban al sol. Algunos se habían quitado la camisa y acarreaban la arena desnudos de cintura para arriba. El trabajo estaba muy adelantado. Los cimientos de los muros se habían echado hacía ya unos días, y sólo faltaba terminarlos, elevarlos y consolidarlos. Ya no había nadie que tendiera cordeles.
—Continúan —dijo la muchacha.
Su voz tenía ahora un acento desesperado. El hombre no la miraba. Miraba la obra, lo mismo que ella. Ya no veía el trozo de prado nuevo encerrado entre las paredes. Aquello era algo que estaba terminándose, que había ocupado ya su sitio en el valle. La ausencia de los hombres que tendían cordeles hacía que ya no se plantease como un problema por resolver o como una cuestión difícil.
—Por lo menos han traído veinte carretadas de tierra —dijo la muchacha.
El hombre dejó de mirar y se volvió hacia ella.
—Las paredes son ya demasiado altas —dijo—, y no se puede ver nada.
Pareció que la muchacha intentara recordar algo. El hombre comprendió que olvidaba las obras y probaba a acordarse de él como él se acordaba de ella. El hombre la miraba y sonreía. Ella sonrió también y empezó a mirarle a su vez, a mirar y a mirar a aquel hombre que se acordaba.
—Es verdad —dijo la muchacha.
Seguía mirándole con exagerada atención, sin dejar de sonreír. También él sonreía y la miraba, pero menos directamente. Aquel no era su papel, y además hubiera sido incapaz de desempeñarlo. Sabía que ella estaba descubriendo que él la recordaba perfectamente. Se dijo que debía de estar un poco pálido, y que ella observaba que estaba pálido. Mientras le miraba, la muchacha parecía esforzarse en comprender por qué se acordaba de ella con tanta intensidad.
Cuando la muchacha echó nuevamente a andar, tomó la dirección del hotel. No se adentró más en la avenida. Manifiestamente había olvidado por qué había ido; había olvidado la obra. El hombre sintió deseos de alcanzarla y gritarle que la existencia de cosas como aquellas obras era una suerte, una felicidad. No lo hizo. No pudo ni gritarle que se quedara ni levantarse para probar a alcanzarla. También esta impotencia era extrañamente satisfactoria. A cada latido, su corazón le quemaba.


A partir de aquel día se saludaron.
Cuando él entraba en el comedor, ella le sonreía con una ligera inclinación de cabeza. Sin embargo, no se acercaba a su mesa, como tampoco él iba a la de ella.
Quizá le hizo esa señal de reconocimiento cinco veces en los tres días que siguieron a su segundo encuentro. Su sonrisa no fue nunca la misma. La primera vez que volvió a verla, fue en el comedor, como siempre, unas horas después de su paso por la avenida. Ella le sonrió. Su sonrisa era tímida y como si pidiera ánimos para sonreír más, ánimos que no vinieron. Aquel día, pues, la sonrisa se apagó y no se repitió. El hombre estaba seguro de que aquella primera sonrisa intentaba agradar y, al mismo tiempo, preguntaba, no sin cierta torpeza. La muchacha no debía de estar aún segura de lo que había empezado a haber entre ellos.
Y en la sonrisa que le dirigió aquella misma noche, a la puerta del salón de fumar, el hombre observó que la incertidumbre había crecido y que casi rayaba en el desconcierto. Hizo por fomentarla más aún, fingiendo cierto desparpajo respecto a ella. Desde el momento que ella lo sabía, pues ahora lo sabía, la demora del hombre antes de hablarla no era igual que la de los días anteriores, sino de un carácter completamente distinto. Era una demora que le concedía para permitirle, a su vez, impacientarse y reunirse con él gracias a un ligero esfuerzo por tener paciencia. Pero la muchacha no tendría jamás tanta como él. Precipitaba las cosas, y el hombre se dijo que, hiciese él lo que hiciese, su último encuentro ya no podía hacerse esperar.
El día siguiente a su segundo encuentro, la muchacha volvió a sonreírle al entrar él en el comedor. El hombre comprendió enseguida que ella sabía claramente en qué terminaría aquello. Si todavía dudaba, no sería sino de la actitud que él debía de desear que ella tomara a sus ojos. Aquel día, la muchacha hizo como quien no sabe cómo se baila. Aguardaba en la pista desnuda del silencio que él mantenía mientras la miraba hacer, sin consentir en darle todavía ninguna indicación acerca de la manera.
Ni aquel día ni el siguiente intentó ayudarla. Ya no la aguardaba en la avenida.
Durante las comidas, ella parecía animada y algo intranquila. Lo único de que no debía dudar era de que le convenía. Parecía estar contenta. Una impaciencia fecunda la incitaba, haciéndole levantar los ojos hacia el hombre en una espontaneidad casi brutal.
Aquel día, el hombre pudo comprobar que los demás hombres del hotel empezaban a verla.
El tercer día, su sonrisa fue grave y un poco falsa. Hubiera podido hacer creer al hombre que ella intentaba hacerse cómplice de su silencio porque finalmente había comprendido el lento poder de su espera y la eclosión final que encerraba. Pero aquella sonrisa se borró del rostro de la muchacha en cuanto ésta comprobó que él no correspondía con ningún signo de aprobación.
Al final de la comida, que para ella hubiera podido representar una derrota, el hombre la miró por fin de un modo tan significativo, con una insistencia tan seria que ella no pudo dejar de comprender que ya era inútil sonreír de aquella manera, que todo esfuerzo por agradarle era vano y fútil, y que su encuentro ya no dependía más que de una duración que no había llegado aún a su término y cuyo curso hubiera sido inútil interrumpir ya que ponerle fin antes de tiempo hubiera podido significar una derrota más grave aún que aquella a la que acababa de escapar.
Ya no se tomó el trabajo de sonreír. Desde entonces se limitó a aguardar. Y desde entonces tuvieron, por hacer como que no se conocían, el mismo cuidado que si en aquel hotel de veraneo, en pleno estío, y a pesar de que los dos estaban totalmente libres, el amor hubiera estado castigado con la muerte.
Sin embargo, ella, evidentemente, ya no se interesaba sino por él. Ya no miraba a la criatura que la había cautivado. No hacía ningún esfuerzo por ocultarle que sólo él le importaba. Los campos de tenis eran lo único que aún seguía mirando, pero quizá no los veía.
El hombre se enteró del número de su habitación: estaba en el piso encima del suyo, al otro lado de donde estaba la habitación de él, de modo que sólo podía ver su ventana saliendo del hotel y dándole la vuelta por detrás. Así lo hizo aquella misma noche en que lo supo. Estuvo fuera hasta el momento en que la ventana quedó a oscuras, y vio que la muchacha se acostaba muy tarde. Y no vaciló en creer que se impacientaba y que no podía dormir con la tranquilidad de costumbre.


Durante los tres días que siguieron a su segundo encuentro, el hombre no volvió a visitar la obra. Ni siquiera se le ocurrió. Si la obra había sido útil en un momento dado, ahora yacía en un pasado caducado por completo. Ni una sola vez volvió a la avenida, ni quiso saber si volvía ella para buscarle. Cuando acababa de comer se alejaba del hotel y se iba por el valle. Durante sus paseos, pensaba en ella sin inquietud. Aquellos días nevó un poco en las montañas que se elevaban junto al lago.
Ahora había llegado el final: su espera tocaba a su término. Los dos lo sabían. Lo único que ignoraban era cómo acabaría, cómo saldrían de ella, y cuándo.
Él dormía muy poco. Había adelgazado y cuando se miraba al espejo apenas se conocía. Se encontraba hermoso. Debajo de sus ojos, se marcaban los profundos surcos violeta de la espera.
Ésta no terminó hasta el final del cuarto día.
Aquel día hizo mucho calor en el valle que bordeaba el lago. El día antes, la muchacha se había presentado en el comedor peinada y vestida de un modo distinto al acostumbrado. Llevaba el cabello suelto. El hombre la imaginó sola en su habitación inventando aquel gesto, en el colmo de la exasperación y sin tener la seguridad de nada, inventándolo antes de la hora, con audacia casi varonil. Asimismo se había puesto un traje nuevo, de color encarnado.
De ese modo se irguió frente a él, en la forma y el color exactos del acontecimiento inminente. Aquello era la impaciencia de los dos y el estallido y el triunfo de ella.
El hombre comprendió que la espera de ambos había terminado.
Todavía era temprano. El hombre salió, después de terminada la comida, y echó a andar por los prados que bordeaban el lago, más allá de los campos de tenis.
Había un tiempo que vivir de pronto, antes de mañana. Un tiempo curiosamente prolongado. En efecto, mañana era el día: aquel plazo absorbía en él a todos los demás, incluso a los más alejados.
Desde el camino que había tomado, el hombre veía extenderse un vasto paisaje de aldeas, montañas y prados. También vio, por última vez, las obras. Los obreros habían terminado su trabajo. La avenida estaba desierta. Las cuatro paredes se elevaban ahora a la misma altura. Sólo faltaba blanquearlas. Estaban listas.
Todo plazo alejado. El hombre andaba vagando. Caía la noche. Le quedaba tiempo para volver al hotel, y se sentía con ánimos para vivir largo tiempo fuera de toda razón.


Una vez terminado el almuerzo, la muchacha fue a sentarse delante de él, en el salón de fumar. Seguía llevando el pelo suelto y el mismo traje encarnado que la víspera. Se sentó frente a él, se miraron, y ella fue la primera que rió en voz baja, larga e indiscretamente. Podía ser la risa altanera de la mujer que finalmente puede andar sin desconcertarse a lo largo de las paredes de todas las obras en construcción que hay por el mundo. Pero, sobre todo, aquella risa encerraba algo así como una turbadora vulgaridad que alguien hubiese intentado contener, pero que una matadora audacia hubiera arrastrado. Las risas de la muchacha, hasta entonces, no habían jamás tenido nada que ver con aquélla. El hombre contestó con una risa semejante.
Los clientes del hotel que se hallaban cerca observaron que aquellas dos personas se reían una a otra sin conocerse y que su comportamiento no era ordinario. Se produjo un momento de ligero malestar, y las personas que estaban junto a ellos se callaron.
El hombre miró por la ventana del salón de fumar. Sobre el camino caía un sol blanco y vertical. No se preguntó nada más. Se levantó y se dirigió hacia la puerta y se halló en el camino. Luego echó a andar. Pasó ante la «kermesse» que se había instalado por la mañana y que se estaba edificando entre los gritos de los voceadores y el desplegar de tiendas encarnadas. Muchos puestos estaban ya montados y, a la sombra de la plaza del pueblo, había gente que bailaba a los sones de un «pick-up» atronador. De pie ante una barraca de tiro al blanco, unos cuantos muchachos apuntaban a unos pichones de yeso. Y nubes de niños, pensativos, miraban las maletas llenas de caramelos que se exponían, abiertas, de cara a la carretera, delante de los puestos que los feriantes iban montando sobre caballetes. Una vez hubo traspuesto la «kermesse», a un centenar de metros del hotel, oyó los pasos de ella. Se volvió, pero no dejó de seguir andando. Se rió en silencio: ya lo sabía, que ella era capaz de seguirle.
Y continuó caminando y ella siguiéndole, como era normal.
La hizo caminar largo rato. Él andaba deprisa y ella sin duda tenía que esforzarse por seguirle. A veces el hombre oía su paso rápido detrás de él, y aceleraba aún más el suyo. En el momento en que hubiera podido creer que ella se desanimaba, se volvió sin detenerse. La muchacha estaba inmóvil en la carretera y le miraba alejarse. No tenía importancia: el hombre sabía adonde iría ella luego que hubiese renunciado a seguirle. Precisamente se había detenido al borde del camino a que él había decidido llevarla. Al detenerse, le daba a entender, por lo tanto, que había comprendido que debían encontrarse allí. Cuando se volvió por segunda vez, ya no la vio y comprendió que había torcido. Se volvió atrás para reunirse con ella. Iba riendo.
Era junto al lago, una bahía casi completamente oculta por unos cañaverales. El agua del lago brotaba del suelo y había que descalzarse para caminar. Aquel suelo estaba formado por raíces de cañas, entrelazadas, y sobre aquel humus crecían otras cañas, plantas acuáticas empapadas de agua. Para llegar al lago, el hombre tuvo que abrirse paso campo traviesa, pero para ello no tuvo que hacer más que seguir el rastro reciente de otro paso, indicado por algunas cañas rotas y por otras encorvadas y que todavía no habían vuelto a recobrar su posición. Cuando estuvo en medio del campo, vio entre las cañas, que allí eran casi tan altas como él, otras dos especies de plantas en flor. Las primeras alcanzaban hasta media altura de las cañas y el amarillo de sus flores daba al violeta ardiente de las otras toda su plenitud. El sombrío verdor de las cañas con sus flores de tinta hacía más deslumbradora aún aquella avenencia. Las flores amarillas esparcían a su alrededor una sulfúrea luminosidad. Sus tallos eran rígidos y, contrariamente a las demás flores, no se movían al soplo de la brisa del lago, como si, dotadas de una inquietante lucidez, tuvieran cuidado en no ceder jamás ante la languidez que las amenazaba, por parte de aquella agua dulce, de aquel lago de dulzura, de aquel vientre de agua del que habían nacido. A su lado, más raras y menos rígidas, con sus tallos aterciopelados y flexibles, las flores moradas se abandonaban al menor asalto de la brisa y, hembras, se doblegaban debajo de ella. Y sin embargo, en ellas moría la claridad de las flores amarillas, en su esplendor extasiado y siempre pronto a ceder.
Aquella avenencia de las flores entre sí hizo subir a todos los puntos del cuerpo del hombre un violento flujo de presencia y de memoria, y el hombre tuvo la impresión de estar colmado de conocimiento.
Prosiguió su camino.
Y a la salida del cañaveral, la vio que estaba de pie, al otro lado de la bahía, y que le miraba caminar hacia ella.

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Duras, Marguerite; Días enteros en las ramas, Seix Barral, Barcelona, 1970.
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