jueves, 9 de julio de 2009

Beckett y el fin de la literatura

Un circuito: Extranjeros, nauseados y larvas

En todo caso, se trata de la voz de un poeta que anuncia, inexorable, su propia muerte y la de la especie, que habla de su propia agonía, que describe ese lento descenso de un infierno a otro infierno, de una nada a otra nada, atravesando el sufrimiento, la caducidad y la desesperación. El Extranjero de Camus, el héroe de La Náusea, Roquetin, descubren el absurdo de la existencia viviendo en medio de los hombres. Todavía pasan momentos dichosos, tienen amores o placeres, experimentan atracciones y repulsiones, disponen de una vida personal. Por el contrario, el portavoz de Beckett –Murphy, Molloy, Moran o Macmann, sin que importe el nombre- no dispone ya libremente de su yo, y ni siquiera de su espíritu. De esa “esfera hueca, cerrada herméticamente”, comprometida con la inconsciencia, con la locura, con el silencio, se escapa todavía “el hilito de voz de un hombre agarrotado, un leve jadeo de un condenado a vivir”, sin ilusión alguna respecto a sus fines últimos.
Un muchacho medio dormido barre los restos de Murphy, tirados por un borracho sobre un montón de aserrín (Murphy). Estragón y Vladimiro esperan inúltimente a Godot (Esperando a Godot). Cuatro inválidos se miran sufrir, sin esperar siquiera que la muerte los libre de su abyección original (Fin de partie). Ese es el destino de tan extraños héroes, clavados al sol como cangrejos, pobladores de un mundo que ya no es nuestro, observadores de un cataclismo que no dejará que subsista nada de humano. Si para ellos resulta difícil morir, el vivir no tiene ninguna justificación. El amor es sólo una cópula horrible; la paternidad, la farsa de un sádico; la amistad, una esclavitud o un equívoco; y, en general, la vida una siniestra bufonería. Esta misma vida resulta un enigma, se parece al final de una vergonzosa enfermedad, a una antigua fiebre que hubiese sobrevivido a todo y se prolongara inexplicablemente en un mundo golpeado por la muerte, en el mundo después de la Bomba, o la locura... Los seres agonizan sobre este planeta abandonado, pero ni siquiera es seguro si han nacido alguna vez; sufren, pero es imposible afirmar si algún día dejarán de sufrir; hablan, pero, ¿es que alguna vez han comprendido algo acerca de su suerte?
Suponen que la muerte acabará de expulsarlos de ese cuerpo que se ha convertido en un ataúd, pero no están muy seguros de ello. Ni siquiera saben si deben esperarla o temerla. Sólo están seguros de una cosa: de sufrir. “Qué hace Nagg? –Sufre. –Luego, vive.”
El único consuelo que tiene Hamm es pronosticar el sufrimiento de los demás. Casi, voluptuosamente, susurra a su compañero de infortunio: “Un día te volverás ciego. Como yo. Estarás sentado en alguna parte, perdido en el vacío, para siempre, en la oscuridad. Como yo. (Un silencio) Un día vas a decirte: Estoy cansado, voy a sentarme, y vas a sentarte. Después te dirás: Tengo hambre, voy a levantarme y hacerme la comida. Pero no te levantarás. Vas a decirte: No tenía por qué sentarme, pero como me senté me voy a quedar sentado un poco más y luego me levantaré y me haré la comida. Vas a mirar la pared un poco, después vas a decirte: Voy a cerrar los ojos, tal vez a dormir un poco, luego todo irá mejor, y los cerrarás. Y cuando los vuelvas a abrir no habrá más pared. Alrededor de ti estará el vacío infinito, todos los muertos resucitados de todos los tiempos no lo podrán llenar, y serás sólo un pequeño guijarro en medio de la estepa. (Un silencio). Sí, un día sabrás lo que es esto, serás como yo, salvo que entonces no tendrás a nadie, porque no tendrás piedad de nadie y no habrá nadie de quien tener piedad”.

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de Boisdeffre, Pierre y Freidmann, Melvin; Beckett y el fin de la literatura, Lumen Buenos Aires, 1978.

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