Desde que tengo memoria cada una de mis manos es un
afrodisíaco. Y hace diez años que no puedo olvidar la más hermosa primavera de
mi imaginación. Candy será una señora casada y de su casa, que apenas recordará
a la hora del desayuno su apoteosis juvenil, o pudo haber muerto acuchillada
por un hispano que le robó nueve dólares y seguramente no la violó en el apuro
o por indiferencia a un cuello y unas rodillas que empiezan a envejecer. Ella
no está de ninguna manera, y hace ya tanto del encuentro. Hoy pasaron en la
radio nuestra canción; Candy desconoce que esa melodía nos pertenece. Como
también ignora la emoción que me produjo el primer contacto con sus
impresionantes tetas. La música me traslada al día que la conocí, al día en que
sobresalió de la intangible porosidad del papel satinado, desplegando una
perfecta selección de colores que iluminaba una piel impensable, imposible de
hallar en ninguna mujer. Fue la instantánea inclusión en la pasión, en una
experiencia que prolongué durante meses hasta que hicimos el amor. La
ritualidad también era diferente: no compré un segundo ejemplar ni me acabé
sobre su imagen como solía hacer con las desconocidas sin clase, recuerdos de
prostitutas circunstanciales que nada me aportaban y empastaban su fingida
sonrisa bajo el ácido seminal que corroía el papel, dejando un amarillento
rictus en rostros cansados y sustituibles. Candy me inhibía. La contemplé por
vez primera en un restaurante y ese día no pude almorzar. Venía en el mismo
paquete de todas las semanas y nada hacía suponer que el envío tuviera algo
excepcional. La reacción reflejo fue retirarme a los baños, pero cuando empecé
a manosearla supe que esa niña despertaba en mí una sensualidad superior no
merecedora del amor entre letrinas manuscritas y diseminados cuadritos de papel
ordinario de los que se usaban para agarrar figazzas. Regresé a la mesa
inquieto por ese cambio de conducta y me comporté con la discreción de un
enamorado solícito; no podía comer pero jugaba con el tenedor e imaginaba
–mientras reía en silencio– que pinchaba pedacitos de hígado para dárselos en
la boca. Simulaba tirando la comida a un costado de la mesa y disfrutaba el
vino como si fuera un Rioja importado, compartido. Mi inglés era bueno y
podríamos entendernos perfectamente. Su acento estaba más cerca de Goldie Hawn
que de los sonetos (oscuros y secretos) del querido William, que junto a las
vicisitudes de Lucrecia me habían proporcionado momentos de inusitado mplacer isabelino.
¿Cómo decir de aquella emoción? ¿Qué mil y una palabras
podrán con aquella imagen? ¿Cómo referir aquel largo trayecto desde el
restaurante al departamento? Apretaba con mi brazo la inocente historia de
Candy. Sentía que el corazón, que tenía sus razones, saltaba de contento con la
llegada de un sentimiento desconocido. Era la inequívoca promesa de
interminables horas de placer, la certeza de querer llegar rápido a casa
abandonando para siempre las inmediaciones de los colegios, las absurdas disculpas
en los baños públicos, las humillantes vigilias nocturnas en los parques, los
prismáticos, las noches solitarias en hoteles de barrio. Candy cambiaba mi vida
y daba al sexo de mis manos un nuevo sentido. Fue un mediodía de verano, de un intenso
calor que todavía persiste en todo mi cuerpo. En la calle caliente, las
muchachas caminaban agresivamente con sus traslúcidos vestidos a la moda. Con
mínima atención era posible observarles, comprimido por telas suaves y escasas
de ropa interior, el incesante tramado del vello multicolor superpuesto, tonos
que se frotaban unos sobre otros lubricados por el lentísimo sudor que
desciende del ombligo, de la presión del elástico superior, y la humedad que
asciende del epidérmico humor de la entrepierna. Podía verlas de atrás cuando
me pasaban a paso firme que arrancaba de los tobillos para culminar en las
nalgas duras, trabajadas por manos y gimnasia. Allí la prenda se metía, en ese
infinito de placeres las líneas tensas de los elásticos laterales tienden a
unirse para partir en belicosa simetría una belleza amada –sin mayores
distinciones– por algunos conocidos; un diámetro vertical y espeso se apoyaba
caprichoso sobre el retráctil esfínter escondido. Me desafiaban poniendo a
prueba mi naciente fidelidad decenas de pechos que avanzaban libres, como
legiones de amazonas al asalto. Erectos los pezones aun estando tan lejos del
invierno. Perfectas circunferencias que alternaban del diámetro de una pequeña
moneda al de un disco compacto, que subían del tono más suave del rosa con
pecas esparcidas, al oscuro chocolatado que atraviesa aún la transparencia de
las telas más oscuras. Comparado con la pureza del papel, con la rugosidad del
pezón adivinado en la imagen, con la constancia de un sexo inoloro y sin
menstruación ¡todo era desagradable! Ella sería el amor de todo el mes, sin
compresas, tampones ni coágulos casi castrantes. En mi pleno placer, ella
mantendría la sonrisa y la mirada idénticas, eternas, desde su apoyatura en la
cama de bronce.
Debía detenerme. La había contemplado apenas unos minutos.
Desesperaba por llegar a mi cuarto para verla mejor. Aunque caminaba,
enlentecía el trayecto por miedo a que todo hubiera sido una falsa impresión,
un descuido de la afiebrada imaginación, otra frustrada esperanza del placer desconocido.
Era Eneas mirando los nubarrones. Cuasimodo escuchando una carreta de gitanos.
Caracé descubriendo a Magdalena. En esa espera, en ese lento andar, mi pija no
se paraba groseramente: latía con una impaciencia distinta, exigiendo la
suavidad de un nuevo excitante, deseando avizorar la verdad de los sentimientos
encontrados que me cruzaban. Ante esas tetas mi hemeroteca no era nada.
Decididamente había sido un pajero, un solitario sexodependiente conducido de
la mano a mis propias limitaciones. Ahora, con la tetas de Candy, ingresaría a
otra época, el dominio de un arte, a redescubrir la necesidad de la disciplina,
del superar etapas entrando a dolorosas e impredecibles iniciaciones para
despegar de una sabiduría carnal egoísta.
En el medio, pecador, permanecían las contradicciones. La
lucha a brazo partido (o al menos exhausto) contra las debilidades del
incompartido y generoso placer. Estaba lejos de recaer en fetichismos
adolescentes. Pero la ascensión, el encuentro con la amada, no pasaba por una absoluta
renuncia de lo que había sido. ¿Cómo tomaría Candy mis debilidades
crepusculares? ¿Cómo hacerle entender –a ella, a sus tetas– que era la lucha
entre el pasado y el futuro? No es como suponen los otros un regusto por la
soledad. Lo placentero es el silencio: el oír el ruido de las irrepetibles
articulaciones, de los dedos friccionándose, entremezclándose, confundiéndose
en un desperezarse gozoso; y el sonido del choque de las carnes tensas que
inventan golpes secos, únicos, inconfundibles, deliciosos. Es una armonía de la
respiración solista, a la vez propia o extrañamente ajena. Porque se domina el
movimiento, los tiempos de eyaculación y hasta la orientación y distancia del
chorro final, pero se pierde lentamente el sentido de la respiración; sin que
nadie interponga sus estertores, sus ruidosas demostraciones de placer ni esos
extraños ruidos, ventosidades inoloras y de las otras, inoportunas,
desagradables, capaces de desconcertar al más libertino de los amantes. El
silencio lo es todo. Yo soy todo. El sonido y la furia y el idiota que se
masturba debajo del escenario. Pero llegó Candy. Y con ella una historia, una
vida, dos hermosas tetas que conmovieron mi mundo autista. Yo, que había visto
la paja en mi propio ojo, ahora contemplaba la viga en esa hija de Kansas. La
primera noche no me atreví a ojear la revista. Si en mis prácticas queridas
estaba destinada alguna magia, seguramente no sería para mí. Esa noche la dejé
a mi lado y busqué el placer en lo ya conocido. Como si supiera que era la última
noche de goce sin referencias, me propuse utilizar toda la artillería. Me
masturbé hasta que me dolieron los antebrazos. Hasta que la cabeza comenzó a
sangrar y caí rendido mientras, entre las venecianas, la luz comenzaba a entrar
en mi habitación. No iría a trabajar. En la embriaguez de la lujuria y el
desorden iconográfico del cuarto, sentía la presencia de lo nuevo. Por primera
vez en mucho tiempo me dormía con culpa, con la estúpida culpa de haberme
negado a lo inevitable. Me sentía tonto al pensar que esa misma noche muchos
otros habrían gozado ruidosamente mirando una y mil veces a Candy Loving, la
elegida de las bodas de plata de Playboy.
Aun admitiendo esa contradicción, comenzaba para mí una
verdadera educación sentimental, previsiblemente autodidacta. Periódicamente,
empaqueté mi reducida biblioteca, separando apenas una mínima selección de
cabecera para esos erectos despertares de las madrugadas. En lo demás, mi vida
social continuó normal. Sin duda el sexo es el motor de muchas actitudes. En mí,
logró unos cambios excepcionales. Por un lado la presencia de Candy elevaba mis
aspiraciones de perfeccionar un ars amandi personal hasta llegar a una bella
teorización –sofista pero estéticamente bella– y por otro, profundizar en
prácticas de masturbación abyecta que desconocían límites inferiores sin
detenerse en vómitos, prótesis a pila y hasta sangre ajena. En fin, todo estaba
a la búsqueda de una síntesis que anulara la distancia y la muerte. Hubo de
todo en esos meses de celos y de culpa. Sentimientos que creía adormecidos por
mi opción renacieron con inusitada potencia. Lloraba a veces en soledad;
habiendo renunciado al intercambio de sentimientos exteriores –vocación y
elección que derivó en un egoísmo aceptado– me encontraba hora en un mundo de dulzona
ensoñación. Era la rabia y la felicidad. Hasta fui a la manicura para
embellecer mi vida sexual; de noche encremaba mis manos con la más cálida de
las opciones Estee Lauder, como pensaba que Candy haría con sus tetas. Para mí,
que había llegado al supremo dominio de los esfínteres seminales y del músculo
en cuestión, que hasta podía sentir la producción de los testículos y regular a
voluntad la marea sangrienta del flujo y reflujo, sólo quedaba el llanto de la
emoción cuando, luego de un sueño de previsibles detalles, me desperté con las
sábanas mojadas.
Sucedían episodios que superaban mi racionalización y eso,
si bien me preocupaba, no dejaba de hacerme sentir bien. Caminaba por antiguas
calles empedradas buscando casas viejas, abandonadas, que apaciguaran mi
atormentado espíritu. Era la forma de olvidar los malos pensamientos, la
absurda intermediación del placer. Hasta ahora todo se había limitado a un
encuentro simple entre las imágenes y yo. Ahora me invadía en aluvión el
monstruo de los ojos verdes. Podía entender los hombres de verdad, que
cogiéndosela desde la grupa, con los ojos entornados, buscaban con las manos
las tetas colgantes, las tetas distantes y pasaban la yema de los dedos por los
pezones mientras se la metían hasta los huevos, triplicando el placer y la
escuchaban jadear sin verle la cara o recibían el envión insistente y en
retroceso de las nalgas, el embate final de esa hembra bien alzada, bien
caliente que pedía más y más y más. Tenía celos y no podía sacarme del
pensamiento al fotógrafo, al que reveló las películas, al armador de la
imprenta, al encuadernador, al vendedor. Odiaba a todos los que habían comprado
la revista. A los adolescentes urgidos, a los ancianos de anteojos oscuros, a
las señoras que disfrutaban las tetas ajenas, a los mecánicos que la clavaron
en el taller. Buscaba suplir ese suplicio mediante una historia de encuentro y
pureza. Sabía que con Candy no bastaría sustituirla o archivarla. Era una
presencia cuya promesa de placer estaba en relación directa con la conciencia
del problema. Desde que la conocí en aquel almuerzo, la llevaba conmigo en las
giras comerciales y era feliz cuando sabía que estaba en el portafolio en mis
idas al teatro o al fútbol. Fuimos a todos los lugares a que nuestras disímiles
naturalezas nos permitían asistir. Claro que mi existencia de contradicciones
continuaba, pero la balanza ya se inclinaba hacia el amor de Candy.
Después de seis meses de saboreada continencia, llegamos a
la conclusión de que era tiempo de hacer el amor. Dudé si hacerlo en su
presencia o en su recuerdo. Concluí en aportar una técnica mixta, en un
conocimiento por la vista de toda una intensa semana en que me dediqué a
observarla con detenimiento, como nadie lo había hecho. Mantenía la mirada,
recorriéndola, superando las tentaciones que me subían por los brazos,
reconociendo cada línea de su cuerpo, inventando el olor de sus axilas,
penetrando en su mirada y en la textura de su pelo, descubriendo los colores de
la curva descendiente del vientre y la excitabilidad de la piel de los hombros
escondidos por la tenue malla de un deshabillé en gasa rosa con motivos
dorados; pasé en sueños mi lengua por el cuello que rodeaba un foulard ocre,
uno de cuyos extremos terminaba en su mano izquierda que tenía un anillo en el
dedo mayor; toqué de ojos cerrados el recorrido entre las tetas donde caían
algunas finas cadenas de oro, que engarzaban la teta izquierda frontal,
invitando a que la chuparan hasta la eternidad y entrecrucé los dedos de su
mano derecha que caía y se apoyaba, entreabierta, a escasas pulgadas del vello
recortado, suavísimo. Logré cerrar los ojos y, como si fuera una holografía,
reproducirla en la zona oscura de la habitación, a tamaño natural, en la real
dimensión de sus formas y hasta con un levísimo movimiento de los labios de la
boca que me decían “Hello, Henry”, un imperceptible movimiento que se
continuaba cuello abajo y lograba la milimétrica hazaña de alzar la punta de
las tetas. Las manos ansiosas me sudaban. La pija se hinchaba sin urgencias,
teniendo todo el tiempo por delante. No había cosa en qué poner los ojos que no
fuera recuerdo de Candy. Todo era la chica de Kansas que se mudó a Oklahoma.
Imaginé las bromas y hasta jugué con una posible despedida de soltero que nunca
tendría: sin huevos rotos ni queso rayado pegándoseme en el pelo, ni regalo
colectivo ni bromas sobre la honorabilidad de mi futura esposa. Por eso Candy
era el hoy, la presencia absoluta, lo que nunca más permitiría que me
sucediera.
Sin la belleza de variaciones amatorias de pareja, sin la
acrática invitación a la orgía, lo nuestro es la unicidad. El despertador
motivacional puede ser infinito, pero las posibilidades de realización suelen
ser limitadas a rituales sobre los que pesan estigmas sociales, que van desde
bromas sobre pelos en manos, hasta un viaje sin retorno a las regiones de la
idiotez. Pero después de aquella noche toda esa superchería es olvido. Después
de Candy voy por la vida con otra calidad interior. Por primera vez, mientras
me contraía en la convalecencia del placer, repetía un nombre una y muchas
veces. Las manos estaban suaves, cremosas, mi pija sabía que esto era muy
importante y no se avino a una erección casi animal; conmigo imaginó –supongo–
todo el vestido de la chica de Kansas y un lento desnundarse. Cada prenda que
caía en la imaginación era una ola de sangre que se concentraba en las venas
hinchadas. Fue una hora larga la vivida para restituirla a la imagen de la
página central. Y desde ahí una lucha del solitario placer que alternaba la
quietud de la foto con la imaginación que la anima y me devuelve a Candy
besándome, acariciándome, chupándome, masturbándose apenas para lubricarse y
abrirse de piernas reclinada en el acolchado rosa, para que mi pija palpitante
como si ya tuviera toda la leche en la cabeza, fuera despejando las carnosidades
sucesivas de su juego de labios mientras sus manos, cumpliendo el más secreto
de mis deseos, se acarician las tetas con los dedos empapados. Deseaba que eso
no pasara nunca pero también pasara de una vez pues no creía volver a
soportarlo. Por primera vez perdía el control, el autodominio. Sentía que Candy
estaba entre mis manos, que eran sus tetas las que me pajeaban, sentía el calor
de su piel de hendidura, la proximidad excitante de sus tremendos pezones y la
boca semicerrada dispuesta a tragarme todo en el momento oportuno. Era su piel
la que sentía entre las piernas, eran alternadamente su boca, sus tetas, sus
pies, su concha las que aprisionaban cada vez más una pija que dejaba de
pertenecerme para ser de Candy. Era la amenidad, el otro, el amor. La
duplicación del placer, el chorro violento, casi sólido, que se disparó sin
sentido y un segundo momento de vertiente más tranquila, de pausada emanación
viscosa, blancuzca, como si un juego adicional de concéntricos aros siguiera
sacando leche donde no podía más y emanaban borbotones de esperma que caían en
distintas direcciones por el glande, por el prepucio, por las manos, por la
boca de Candy o las tetas o la concha. Pero no estaba allí para besarme. Yo
repetía su nombre. Pero no me pediría para ir al baño primero. Abrí los ojos.
El disco se había terminado, sólo se oía el ruido de la púa contra la última
canción de Tony Benett. Una puerta se cerró. Con un Kleenex sequé un poco la
alfombra, tomé un trago de buorbon y fui al baño tratando de no manchar el
parqué recién encerado. Me duché con agua bien caliente, quería que rápidamente
el vapor empañara el espejo.
Era la crisis del libertino. La situación resultaba
insostenible. Fueron algunas semanas de increíble felicidad, pero ya estaba
pensando en las infinitas maneras de hacerla gozar a ella. Hasta pensé en
consultar un psicólogo. Debía emprender el regreso, desmitificarla, imaginarla
en situaciones descalificantes, pero sabía que no podría. En esas páginas
también estaba su ficha y tres imágenes más pequeñas en blanco y negro querían
darme la tradición, el clásico consuelo de las tres edades de la mujer. La miré
en su niñez y acaricié su inocencia, besuqueándola como si fuera un tío lejano
de visita; en el colegio la violé pegándole en la cara mientras lloraba y
suplicaba, y en la adolescencia la prostituía en imaginarias tabernas de
puertos que nunca conoceré. También imaginaba, un paso atrás de mi diosa, una
Candy de huesos marcados, pelo raído, senos secos y caídos, que la abrazaba por
la cintura atrayéndola a una caída que sería la única manera de olvidarla. Ello
introducía una conciencia del tiempo, una sucesión de historias que en lugar de
alejarla la acercaban cada día más, para vivir intensamente ese único momento de
la toma fotográfica que realmente me pertenecía. La que no era nada.
Dejé a Candy en un confesionario de la Catedral, a la que nunca
volví. Crucé la ciudad como si nada en las calles que conocía me perteneciera. La Catedral parecía una
estación de trenes, la
Terminal de un viaje desde Kansas que me había dejado en una
ciudad extraña, más triste que la recorrida en un tiempo lejano. Adivinaba a
los solitarios. Quería pararlos y contares como un predicador menonita la vía
de salvación, pero la ignoraba y ellos no querrían escucharme. Entré a la gran
avenida y me metí en el primero de los cines. La película estaba en el final.
Mientras me acomodaba, escuché los últimos disparos. Cuando miré la pantalla,
sobre un encuadre de final, un vaquero solitario se perdía en la noche. Pensé
en Candy cabalgando por la pradera, hacia el ocaso, con sus grandes tetas al
viento que no vería nunca más. Entrecrucé las manos como si rezara. Entraron
los créditos en la pantalla y escuché la voz del caramelero. Se encendían las
débiles luces del entreacto y mientras tarareaba en silencio una canción de
Tony Benett, supe que volvería a los parques, a la creolina de los baños, a
concluir, como los seductores, que si fuera un dios haría con ella lo que hizo
Neptuno con una ninfa. Convertirla en hombre.
En Cuentos de nunca acabar, recopilación por Fernando Butazzoni.