FILM CONTEMPORÁNEO
Todavía no pienso en nada. Tomo mi desayuno. Me lavo con jabón de Flores del Campo; este asunto femenino vagamente me hace pensar en ella, cerca de una flor. Me echo agua de colonia, esa agua de colonia que aturde la economía discreta del jefe y de las empleadas teclas de la oficina. Haciendo una suma me acuerdo en el matrimonio ofrecido y en los encargos pedidos a Londres.
Sigo pensando y me llaman por teléfono. Contesta el jefe. Él se hace suposiciones al respecto. Me dice: “Usted ha venido pálido y bastante ojeroso; debe haber pasado muy mala noche”. No –le rectifico– magnífica: la luna lucía desnuda en nuestro lecho. En esto, se le aturdieron los ojos, el cabello y su erótica moralidad al sentirse hombre casado y con hijas.
Sigo pensando. La veo en su tocador, siguiendo el itinerario de la china de sus cejas, de una manera sensual, cinemática, imitativa. Los polvos, el rouge, la hacen pensar en otra cosa. Posiblemente en otro. ¡Qué disposición más exagerada para los cuernos! Las mujeres, cuando se pintan los labios, siguen un curso colorado e insinuante. Las mujeres, aburridas de sus maridos, se pintan con una insistencia de circo; pero como son honradas en el fondo, se quedan en la opereta, en el tenor que les besa las manos y les hace ofrecimientos vieneses (año 1913), y las deja en las puertas de sus casas, mientras que ellas creen que el donjuanismo desvelado del tenor espera en el jardín.
El teléfono suena sus timbres delgados. Parece una muchacha moderna de oficina, algo histérica, terrible, que cultiva la silueta vegetariana; que conoce los pecados de una manera burguesa, sana, por el cinema y por los libros de Guido da Verona; que no ha hecho nada con su novio porque una hermana suya fue despedida de su casa, y que es ahora una desgraciada llena de hijos con chupón, con la casa repleta de latas vacías de leche condensada. ¡Una aventura!
Almuerzo. Leo Lulu y Paris-Midi. Estoy ubicado en mi ciudad desde una mesa de restaurante. A mi lado izquierdo se ha sentado, sin decir nada, un cura que come bien y que al tomar el vino no puede olvidarse de la liturgia del rito. Yo sufro como en una película de Charles Chaplin. Todos comen tallarines y miran. Comen y miran. Lo mismo se ve repetido en lso espejos. Comen lo del día: noticias, automóviles, humo, mujeres, paredes. (Un hombre calvo, chivo, bigotudo, se come a una gorda muy gorda, polaca, que está frente a él). Ella es algo ensalada con tomates y huevos duros alemanes. En las axilas se le ven los vellos crespos de los dibujos intencionados de George Grosz. Hace en su pecho, hasta su cuello, una alegría justa, redonda, de gran zapallo. El futuro de la polaca me parece un campo de verduras: coles, nabos, zanahorias.
He salido de la siesta. Se siente como que no se tiene pensamiento. Es agradable. Las obligaciones se adelgazan. Se es una persona tierna después que se ha comido. La siesta es una operación de banco, lírica, brumosa, cablegráfica a Inglaterra. Su origen, entre el siglo XIX y XX.
El teléfono principió por ser lírico en el año 1903, época crepuscular de los coches. Entonces se hablaba con pureza, con temblor. El amor decía sus primeras cosas por teléfono. Y las más de las veces, con anonimismo sentimental, romántico; como en los bailes de máscaras, con una caretita telefónica: ¡el teléfono!
A los hilos del teléfono hicieron las golondrinas sus primeros vuelos, aventuras, amores.
Era la primera época del teléfono.
El teléfono moderno, cosmopolita, transatlántico, es una perfecta organización de trata de blancas.
La prostitución del teléfono.
Tres de la tarde. Es una hora de cheque, de estafas en los Bancos. Los periódicos anuncian un accidente en Nueva Cork. Después resulta que no ha sido nada interesante. Los ánimos se ponen serios, contrariados, defraudados en cinco centavos de dólar. Son bastante hipócritas los ánimos. La hipocresía es algo que tiene que ver con la manera de llevar las arrugas de la frente, las cejas, la nariz y los ojos. Y por último, se sabe ya de la hipocresía por la forma como llega –babosa– de la lengua a los labios. Si las palabras se quedan en la boca, es hipocresía. Adolf Menjou es un hipócrita. Su bigote es un pedazo de invierno, de hongo triste, de entierro.
La hipocresía es un aspecto de la ironía narcisista, fisonómica, floral. Es una jardinería maligna de trenzas y de caras chinas; de ojos de jugadores, soslayados, oblicuos y sutiles en el azar.
Cuatro de la tarde. Marta sufre una hemorragia. Y se ven trapos por el suelo. Manchas de sangre. Los empleados se quedan mirando a las empleadas. Algunas muestran un candor de catorce años sin complicaciones. No obstante, ninguna ignora la mensualidad del accidente.
La secretaria, una mujer –edad sin marido– con anteojos redondos, protestantes, y tras de los anteojos como es del caso: ojos feos, mostacillas, gatos, defunciones.
Miss Erika piensa que es inmoral lo sucedido a Marta. Las que algo saben de la naturaleza, se ríen, pero miran con rabia a la secretaria, en cuyas cejas se advierte cierta asexualidad y algo del machismo norteamericano llegado a Alemania en los días sin amor de la gran guerra. El jefe aprueba sus cartas con movimientos de cabeza, pidiéndole una cita en unas palabras sucias, puercas, alemanas, para las siete de la noche en el gabinete de una calle equívoca, inmoral en la guía de las señoras respetables, canas, de la ciudad.
Miss Erika se parece al jefe por su asexualidad oficinista, mecanográfica, de punto y coma, de dos puntos. Para mí es un verdadero misterio eso de las relaciones de miss Erika con el jefe. Él mide muy poco de estatura, tanto tal vez como una persona pequeña. Su cara es triste, breve, mediocre, un poco cera; tiene las pestañas cuadradas, negras, miedosas.
Sus modales, un tanto guantes, miméticos, entre papeles, delicuescentes, libidinosos, casi de ángel, casi alas, casi nada.
Oscuro. Oscuro. Oscuro.
Miss Erika no se podría vestir mundanamente para un baile de jazz. Aunque no está uniformada, parece estarlo del Ejército de Salvación: severa, machona, con cuello y corbata.
Cinco de la tarde. Miss Erika ve con malos ojos a Marta, por lo inmoral de su hemorragia. En plena oficina, miss Erika juzga de ligera la naturaleza de Marta. En sus palabras se siente cierta lejanía, turbio, desencantado y dulce recuerdo de su adolescencia. Cuando miss Erika iba al colegio alemán y tenía los senos paraditos.
Miss Erika llora sobre su máquina de escribir, en una carta de pedidos de Australia, donde vive un primo que ella no conoce. El jefe no comprende esta situación. Dan las ciendo y media de la tarde en París, en Francia, frente a Inglaterra, junto a Alemania, por el lado de miss Erika. Todos han cumplido con su deber. Esto es lo que se llama una tragedia colectiva.
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