The Good Samaritan - Hugo Sandoval |
Esta actitud no concordaba con la de mis tías paternas, que decían que yo a nadie debía ocultar que era judía, y más bien debía mostrarlo todo el tiempo llevando sobre el pecho una cadenita con la estrella de David.
El asunto me ponía en conflicto. Durante una explicación sobre cristianos y judíos, la maestra de quinto pidió que todas las niñas que fuesen judías levantaran la mano. Varias lo hicieron, tan mansamente como cuando pedía que levantaran la mano las que habían terminado de resolver un problema. Mis dos manos quedaron sobre el pupitre. Sentí sobre la nuca la mirada sorprendida de la abuela Ana, la de la bisabuela que me había regalado el frasco de dulce, y la del mismo Rey David. También la de mis compañeras judías, diestras en detectar el origen por el apellido. Pero también percibí la mirada satisfecha de las fieras.
Yo estaba aprendiendo a no ser estúpida, haciéndome la estúpida.
Una vez que la maestra terminó de recorrer las caras de las que habían levantado la mano, les dio permiso para bajarla y continuó con la explicación. Dijo que los judíos todavía estaban pagando un crimen cometido hacía dos mil años: el de haber matado a Jesús. Prueba de ello era la cantidad de judíos que morían en la guerra. (¡Pobres!, agregó). El castigo terminaría cuando todos los judíos se convirtieran la cristianismo y recibieran a Jesús, quien era, dijo, infinitamente misericordioso. En ese punto tocó la campana y salimos al recreo, no sin que antes la maestra nos reclamara la plata de la Cooperadora.
Una vez casadas con judíos tradicionales, las fieras fueron cambiando la orientación de su pensamiento. Terminaron por convertirse en judías confesas y orgullosas y, a medida que mejoraba su status económico, se fueron acercando a entidades sociales, deportivas y de beneficencia de la colectividad, compitiendo a más y mejor en materia de vestimenta, joyas, artículos para el hogar, médicos dietistas y veraneos en las playas con las otras señoras de esas instituciones. “Tiene una cara de rusa que voltea”, decía Otilia de una de ellas. “Pero me invitó un montón de veces a su casa, así que esta noche los invito yo. No hay que ser estúpida”, sentenciaba. “Al fin y al cabo, lo mejor es estar con gente de la colectividad. Cuando hablan de una, por lo menos no van a pensar: “Tiene una cara de rusa que voltea”.
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* Fragmento, en El gran libro de América Judía de Isaac Goldemberg.
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